jueves, 15 de diciembre de 2016

Chomsky: escuela y control

Permítanme que les cuente una historia personal. Mi amigo más antiguo e íntimo es un tipo que vino a Estados Unidos procedente de Letonia cuando tenía quince años, huyendo de Hitler. Escapó a Nueva York con sus padres y fue al Instituto de Enseñanza Media George Washington, que al menos en aquella época era la escuela de los chicos listos judíos de la ciudad de Nueva York. En una ocasión me dijo que lo primero que le chocó de las escuelas americanas era que si sacabas un suspenso en un curso, a nadie le importaba, pero si llegabas tres minutos tarde a la escuela, te enviaban al despacho del director, y ésa era la tónica general. Pronto se dio cuenta de que lo que esto significa es que lo que aquí se valora es la capacidad de trabajar en una cadena de montaje, incluso si es una cadena de montaje intelectual. Lo importante es ser capaz de obedecer órdenes, hacer lo que te dicen y estar donde se supone que tienes que estar. Los valores son éstos: en un lugar u otro —quizá lo llamen universidad— vas a ser un obrero de fábrica, vas a cumplir las órdenes de otro y hacer tu trabajo en régimen de obediencia. Y lo que importa es la disciplina, y no pensar por sí mismo o comprender las cosas que te interesan; ésas son cosas marginales, lo que hay que hacer es asegurarse de que uno cumple las exigencias de una fábrica.
Bien, creo que las escuelas son más o menos así: recompensan la disciplina y la obediencia, y castigan la independencia de espíritu. Si eres un poco innovador, o quizá te olvidaste de ir un día a la escuela porque estabas leyendo un libro o algo así, eso es una tragedia, un crimen, porque se supone que no piensas, que obedeces, y que simplemente tratas el material de la manera en que te lo exigen.
Y de hecho, la mayoría de las personas que pasan por el sistema educativo y llegan a las universidades de élite pueden hacerlo porque se han mostrado dispuestas a obedecer muchas órdenes estúpidas durante años y años, como por ejemplo hice yo. Así, un profesor estúpido te dice: “haz esto”, algo que sabes que no tiene ningún sentido pero lo haces, y entonces pasas al siguiente escalafón, entonces obedeces la siguiente orden y, finalmente, consigues terminar y te dan el título: ésta es una educación espantosa desde sus mismos comienzos. Algunas personas la pasan diciendo: “muy bien, haré cualquier cosa estúpida que diga este imbécil porque quiero seguir adelante”; otros lo hacen porque han interiorizado los valores, pero al cabo de un tiempo, ambas cosas tienden a fusionarse. Sin embargo, tienes que hacerlo, o de lo contrario te excluyen: si haces demasiadas preguntas, vas a tener problemas.

Noam Chomsky, Obra esencial, Crítica, Barcelona, 2003, p. 285.

Tarántula de Guillermo Samperio

Para recordar a un gran escritor y maestro.


Tarántula
Guillermo Samperio

Por la ventana de la habitación entra una luz grisácea que pega contra la pared, pero antes da en la mitad del rostro de Mateo, un hombre ya entrado en años, que viste un overol azul marino sucio y una camisa blanca. La otra parte de su cara está a oscuras, pero de cualquier manera sus ojos tienen un leve brillo, lo cual es lo único que logra tener un poco de luminosidad en aquel recinto. Mateo mira el muro sombrío de enfrente y, aunque no logre distinguir nada, sabe que allí hay signos que otros hombres antes que él han ido marcando en su tránsito por esa habitación. Debería estar dormido, pero prefirió aguardar despierto hasta que viniera el amanecer y, de esta forma, insomne y cansado, enfrentar tal vez el último acontecimiento de su vida. De pronto, una luz más potente, que gira fuera del edificio, entra por la ventana y hace posible ver por un instante que las mangas de la camisa dan vuelta hacia la espalda del hombre y que están atadas al frente.
Mateo no podía tener remordimientos porque lo que le había sucedido en su vida él no lo eligió, más bien, supone, él fue elegido por un destino que no supo cómo llegó hasta el extremo de sus brazos. Mucha gente piensa que Mateo no tiene responsabilidad, en especial los religiosos, pero hay muchos otros que sólo miran el lado negro de las cosas y lo señalan sin ningún miramiento, construyendo su propia ley. Mateo mira hacia el muro de enfrente como si lo atravesara, como si quisiera proyectar sus recuerdos más allá del recinto y que el mundo se enterara, paso a paso, de cómo vino a dar a este sitio.
Siendo adolescente, se fue dando cuenta de cómo su cuerpo se iba transformando. Los vellos que iban surgiendo en su cuerpo y, en especial, la parte baja de sus genitales. Luego el acné que le invadió, por fortuna, la espalda y las nalgas; la pelusa que fue cubriendo la parte superior de la boca y sus mejillas que luego se convertiría en bigote y barba. De entre los de su escuela, era de los más altos; y cuando sus miembros lograron gran longitud, ya no cabía en la cama de niño que le tenían sus padres y una buena temporada se volvió torpe en tanto que no calculaba bien sus movimientos. Se golpeaba las rodillas, daba manotazos y tiraba el plato de sopa o el vaso de agua de limón que su madre preparaba. Pero lo que llegó a confundirlo más fue que al lado de los dedos meñiques sentía una comezón insoportable; notó que al mismo tiempo se le iban abultando esas partes de las manos, como si le estuvieran brotando pequeños tumores y observó que la piel se le iba adelgazando. Una mañana de invierno, antes de salir hacia la escuela, mientras se bañaba, le extrañó que la comezón hubiera disminuido; bajo el chorro de agua miró sus manos y se percató de que junto a los dedos meñiques asomaban otros dedos meñiques. Para no equivocarse se contó los dedos y sí, en total sumaban doce; volvió a hacer la cuenta y de nuevo doce y nada más y nada menos que doce dedos, seis en cada mano.
Al salir del baño, lo primero que se le ocurrió fue ponerse unos guantes tejidos que no había querido ponerse antes, a pesar del ruego de su madre. En la cocina, se comió un pan de dulce y una taza de chocolate y así salió hacia la escuela. En el salón de clases, siguió con los guantes puestos, pero se le dificultaba agarrar bien el lápiz y escribir. No le importó porque había otros muchachos, no muchos, que no se habían quitado los guantes. Al salir de la escuela, no pudo evitar que sus dos hermanos lo acompañaran y le dijeran que se quitara los guantes, que no fuera ridículo, pero como Mateo era el mayor, simplemente los amenazó; levantó un brazo para darle un golpe al más chico, pero al ver su puño en alto, sintió un cosquilleo en el nuevo dedo meñique. Su hermano se había arrinconado contra la pared, pero el brazo seguía quieto a punto de caer; Mateo percibió que los otros cinco dedos no querían golpear, pero el meñique tendía a caer. Finalmente, logró bajar poco a poco la mano, la extendió y le brindó una caricia al hermano, quien de inmediato se incorporó, dibujando una media sonrisa en el rostro. Siguieron su camino.
Ya en casa, tanto su padre como su madre le pidieron que se quitara los guantes, pero el argumentó que imitaría a los superhéroes y a los artistas que siempre usaban guantes y que no lo obligarían a desnudar sus manos. Ya en la noche, a la luz de la lámpara de su buró, examinó sus nuevos meñiques: eran idénticos a los otros, con uña pequeña y rosaditos. Los padres se acostumbraron a ver a su hijo enguantado a toda hora. Al comenzar la primavera, Mateo volvió a sentir comezón junto a los dedos de los meñiques y en pocas semanas le salieron dos nuevos dedos, pero esta vez más grandes. Aunque ya la familia, incluyendo abuelos, tíos y primos, le decían El Hombre Araña, Mateo siguió utilizando guantes; el sobrenombre también se lo aplicaban en la escuela y en la calle donde vivía. Sólo una muchacha vecina, de nombre Delia, lo llamaba por su nombre. Mateo agradecía la delicadeza de Delia.
Una tarde, Federico, el más burlón de la colonia, se había estado mofando de Mateo, llamándolo el Manotas; éste, sabiendo que Federico era bueno para la pelea, guardaba silencio, pero luego de un rato empezó a sentir cosquillas en los cuatro nuevos dedos y, sin pensarlo más, se enfrentó al burlón. Se pusieron en guardia, Federico quiso sorprender con un campanazo de derecha, pero Mateo lo desvió con facilidad y de inmediato mandó un recto de izquierda a la mandíbula de Federico quien con una mirada de incredulidad, voló un par de metros para atrás. Mateo se le fue encima, se sentó a horcajadas sobre su contrincante y lo bombardeó con ambas manos, hasta que los demás muchachos lo detuvieron y se llevaron a Federico, semiinconsciente y deforme del rostro. Cuando Mateo se puso en pie, tuco sentimientos encontrados: por un lado, le daba lástima el burlón y, por otro, se sentía eufórico. Vio sus manos y se dio cuenta de que del guante izquierdo brotaban sus dos dedos extras; se los cubrió con la derecha y sin decir nada se fue hasta su casa.
Esa noche, ya en su cama, sintió que lo atenazaba una profunda tristeza que no había sentido antes. Pero la tristeza se fue diluyendo cuando empezó a sentir comezón al lado de los últimos dedos, señal de que pronto vendrían más dedos. Y así fue, al empezar el verano, Mateo presenció, ante la lámpara de su buró, cómo le brotaba un dedo más en cada mano, mayores que los anteriores, como si tuviera una media mano más en cada mano. Supo en ese momento que ya sería imposible ocultar lo que le estaba sucediendo y, fue hasta la recámara de sus padres; despertó a su papá y, encendiendo la luz, le mostró las manos a su progenitor, mientras su madre también se desperezaba. Los señores no sabían qué decir, guardaron silencio un buen rato mirándose uno al otro. “Fueron esas pastillas anticonceptivas raras que me diste”, dijo ella a su marido. “Estás loca”, respondió él “seguramente es una malformación genética; con tantos experimentos que hacen hoy en día”. Miraron hacia la cara de su hijo y notaron un gesto de súplica. “Venga, mi niño”, dijo la madre y lo abrazó; su padre le pasó la mano sobre la cabeza y le dijo: “Así te vamos a querer, sin importar los dedos que tengas; hay personas que tienen seis dedos en los pies y nadie les dice nada. No se preocupe, m’ijo”. Esa noche, Mateo se quedó a dormir con ellos y, al otro día, ante la familia entera pidieron respeto por Mateo y de esa forma las cosas siguieron como si nada.
Sin embargo, Mateo no pudo evitar que le siguieran diciendo El Hombre Araña, pues ahora sí sus manos parecían patas de araña. Pero la gente del barrio se acostumbró a Mateo, como se había habituado a Pancho, el loco que fumaba colillas en la esquina de la cuadra. Pero vino el otoño y le salieron dos dedos más a Mateo y cuando comenzaba de nuevo el invierno le salieron dos dedos gordos, con lo cual Mateo tenía dos manos idénticas en cada mano. Vino la primavera y ya no le salió ningún dedo más; pasaron otras estaciones del año y sus manos se quedaron con dos manos para siempre.
Durante toda esta transformación, Mateo nunca se quitó de la mente a Delia, su joven vecina, quien nunca le había dicho Hombre Araña. Como todos los muchachos de la colonia respetaban al joven, después de varias golpizas que habían recibido los más gallitos, él se sentía orgulloso. No dudo entonces de invitar a salir a Delia, fueron a varias cafeterías, luego a una que otra discoteca; hasta que empezaron a ser novios. En los momentos en que se acariciaban, Delia era una de las mujeres más felices del mundo, pues sentía cómo recorrían su cuerpo esas cuatro manos de Mateo; además a su lado, ella se sentía segura, ya que sabía que un hombre de verdad, que casi equivalía a dos, la protegería.
Un fin de semana se les ocurrió ir al bosque y el padre de Mateo les prestó el automóvil. Fueron hasta las orillas de la ciudad, se internaron por la carretera custodiada de pinos, eligieron un claro del bosque y ahí hicieron su día de campo. Corretearon y Mateo la tomaba con las cuatro manos, la lanzaba al aire y la recogía con habilidad y ligereza. Llegó la tarde húmeda, eligieron refugiarse bajo un árbol de fronda enorme y ahí empezaron a acariciarse; cuando Mateo la tenía abrazada, de pronto sintió un cosquilleo en las manos extras, la empezó a apretar con fuerza hasta que la muchacha perdió el sentido y se le desmadejó en las cuatro manos. Mateo estaba feliz y no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, pero cuando sintió el cuerpo de Delia deshilachado, detuvo sus caricias y vio, con sorpresa, lo que había pasado.
Sin pensarlo más, Mateo arrancó el carro y se dirigió al primer hospital que encontró.* Atendieron de inmediato a la muchacha y encontraron que tenía dos costillas rotas. Mateo llamó a ambas familias, que llegaron de inmediato. Delia recuperó el conocimiento y estuvo unas cuantas horas en el hospital; los familiares de Mateo se hicieron cargo de los gastos, aunque estaban limitados económicamente, y la familia de Delia fue tolerante. Desde ese momento, Mateo no volvió a ver a Delia y se mantenía encerrado en su casa, atenazado por el terror; se miraba las cuatro manos y maldecía al mundo por haberle dado un castigo que no había pedido. Ni él ni su familia sabían qué hacer.
Luego de un par de años de encierro, Mateo decidió pedir ayuda a una congregación de misioneros para que lo mantuvieran en un calabozo a agua y pan; no pedía más. El padre Agustín lo aceptó y lo mandó a un monasterio de retiro en uno de los lugares más apartados de la civilización, en lo alto de una montaña. Allí estuvo Mateo recluido por más de 10 años, hasta que se hizo adulto; su única tarea consistía, durante las noches, en tanto todos los monjes estaban recluidos, en cortar la leña para calentar el monasterio; siempre había leña de sobra.
Una de esas noches, mientras el silencioso Mateo daba hachazos certeros a los troncos, escuchó ladridos; de inmediato pensó, como ya había sucedido otras veces, que llegaban los lobos; pero él no se inmutó, siguió con su tarea. De pronto, una sombra saltó hacia él y, con un movimiento rápido de brazos, sostuvo con sus cuatro manos al animal por el cuello, dio un ligero apretón y éste cayó al suelo; pero ya otro le estaba mordisqueando una pierna y, de un manotazo doble, el animal fue a caer a algún lugar de la oscuridad; cuando se vio rodeado por otros, en cuestión de minutos terminó con ellos y se hizo el silencio. Sin embargo, a sus espaldas escuchó ruidos sobre la hierba, se protegió en un árbol y cuando los ruidos estuvieron cerca saltó sobre el animal, tomándolo del cuello y haciéndolo trizas; pero cuando apretaba se dio cuenta de que no había pelambre y que lo que estaba entre sus manos era el cuello de un hombre, al cual sintió como muñeco desmadejado. Tentaleó el cuerpo en la oscuridad y confirmó que había asesinado a un ser humano, lo que tanto había querido evitar en su reclusión de tantos años.
Entre enardecido y sufriendo, empezó a caminar entre las sombras, alejándose del monasterio. Caminó a un monte y otro hasta que el cansancio lo venció; buscó un lugar de hierbajos y allí se recostó. Los primeros resplandores del amanecer lo pusieron alerta, se desperezó y reemprendió el camino hacia no sabía donde. En su mente se armaba la escena del hombre desnucado y los perros hechos trizas, y ese espectáculo sangriento lo hacía caminar más. En esa rutina de remordimiento y gozo inexplicable, caminando hasta el cansancio durante cuatro días, se detuvo.
Cuando supo que se había adentrado demasiado en la sierra, buscó árboles secos y se le ocurrió castigar a sus manos extras, y las utilizó a manera de hachas; pero para su sorpresa las manos añadidas fungían como filos eficaces y los árboles fueron cayendo uno tras otro; en cuestión de un par de días obtuvo los maderos suficientes parta armarse de una cabaña. Hizo sillas, una mesa, su cama y se encerró por varios días. Cuando le venía el hambre, salía a cazar animales rastreros del bosque y, en ocasiones, aves que sus manos extrañas tomaban al vuelo. No supo cuántos años pasaron, el cabello y la barba le habían crecido bastante y semejaba un gurú o un ermitaño.
Mientras dormía, una noche, escuchó movimientos fuera de la cabaña; se levantó y estuvo a la expectativa tras la puerta. Se había jurado no abrirla pasara lo que pasara. Pero de pronto un tronco enorme tumbó la puerta, lo golpeó en un hombro y penetró al fondo de la cabaña. De inmediato, lámparas sordas alumbraron el interior y varios hombres que vestían chamarras a cuadros lo apuntaban con escopetas. Mateo intentó levantarse, pero un culatazo en la cabeza lo dejó tirado en el piso de su cabaña. Despertó, al atardecer siguiente, en una habitación de una sola ventana; en los muros había una serie de signos que otros hombres, antes de él, habían marcado. Intentó mover los brazos, pero los tenía atados por delante a las mangas de una camisa de fuerza blanca bajo su overol azul sucio.
Dos hombres, semejantes a los que habían irrumpido en su cabaña, le hablaron a través de los barrotes de una ventanilla de la puerta:
―Esta noche ―dijo uno de ellos―, el pueblo te va a juzgar, Tarántula.
A Mateo solo se le ocurrió decir:
―Harán bien, que buena falta me hace.
Otro de los hombres dijo:
―No seas cínico, Tarántula, que hay gente, como los misioneros, que no quieren colgarte.
Mateo no sintió esperanza ni desesperanza, se encontraba en un estado de ánimo de indiferencia, como si los pensamientos se le hubieran detenido.
El primero de los hombres agregó:
―Mañana por la mañana vas a saber; aquí las autoridades somos nosotros.
Pronto vino la noche y Mateo decidió que esperaría el resultado despierto. Se recargó en la pared, miró hacia el muro de enfrente.


*A partir del asterisco anterior el relato se interrumpió para que otros autores propusieran otros finales.



Desenlace a “Tarántula” de Guillermo Samperio,
por Abraham Sánchez Guevara.

Corría por largos corredores hasta que atendieron a Delia. Tuvo que ser internada. Mateo olvidó aquella semana, quedó como un hueco que dividía el temor de perder a Delia con la proclamación del definitivo rechazo hacia él. Recordaba las miradas de repulsión del jurado cuando era llevado hacia un auto para transportarlo a un sanatorio mental a consecuencia de la reciente muerte de Delia en el hospital. No se resignaba a quedar preso en nombre de su salud, pensaba que en realidad lo que importaba a la gente era ver que alguien pagara por una muerte, aun cuando hubiese sido accidental. El pretexto de recuperación psicológica convenció hasta a sus padres, y muchos lo veían como un ser perdido que debería estar agradecido por no haber sido condenado a morir. Lo más doloroso era no ver más la brillante luz de los ojos de Delia. Creía que quizá ella le envió un mensaje por medio del médico, el cual no se lo había querido transmitir. Tenía una esperanza contemplando al pasado, el deseo de que al menos Delia no hubiera sufrido en algún despertar o en algún sueño y que su recuerdo hubiese quedado en el momento en que la acariciaba. Supuso que su desmayo llegó casi imperceptiblemente como el sueño… Mas nada lo sabría con certeza.
Iba en el pasillo acompañado de dos guardias, se dirigían hacía fuera cuando de pronto soltó un manotazo al guardia de su izquierda y sintió sus manos extras llenándose de energía y fuerza. A los pocos minutos corría como una bestia en fuga rumbo al bosque y con el rostro de Delia en su mente, mientras soltaba algunas lágrimas fugándose a su vez de sus ojos y secándose por el viento. Corrió hasta llegar a las afueras, donde con más ahínco fue hasta la carretera, de la cual salió para meterse entre los arbustos. Llegó al claro, miró al gran árbol y cayó exhausto; se arrastró hasta que vio una caverna, en la que se refugió. ¡Era todo tan oscuro!, pese a estar a tan sólo unos pasos de la luz primaveral, que no pudo evitar dormir. Quién sabe cuánto tiempo estuvo dentro, despertó con hambre y salió a ver qué comería, tomó unas frutillas rojas pues no quiso penetrar mucho en el bosque porque le temía, aunque sabía que debía adaptarse a su nuevo hogar… Al regresar a la cueva, se colaba una luz intensa y dorada, y vio una gran telaraña en cuyo centro refulgía como gema una tarántula. Entonces notó todo lo que había cambiado su vida, de ser un niño apacible a un joven a menudo apasionado y ahora un hombre completamente solo. «Ya nadie aparte del cielo me abrazará», pensó. La tarántula supo que Mateo estaba ahí y caminó hacia la pared. Mateo la seguía con la mirada y vio cómo pasó sobre unos caracteres tallados que no entendía y se metió luego en un agujero. Mateo durmió allí, soportando el frío, la oscuridad y el miedo. Pasó el tiempo, adaptándose al bosque y éste a Mateo, decorando un par de árboles viejos con tallados y con nichos donde puso estatuas, varias burdas y una parecida a Delia, hechas por su espátula de piedra y su navaja china. Se había acostumbrado a sus manos extras y las usaba con mayor destreza. Un día sintió otro cosquilleo en el cuerpo, como escalofrío, y vio que sus cabellos emblanquecían y entonces miró varias arrugas entre las venas pronunciadas de sus manos.
Al ver gente se escondía y si se acercaban rugía desde la cueva. Pero un día vio unos policías con el guardabosques buscando algo; traían linternas y armas, y entraron en la cueva escrutando cada rincón hasta que vieron a Mateo encorvado entre el piso y la pared, mirándolos a los ojos. Le pidieron explicaciones que no les dio y, apuntándole, lo hicieron salir y lo llevaron a la patrulla. Con una mirada triste se despidió de sus amigos y se fue con los uniformados. De la comisaría pasó al hospital, y fue llevado ante el médico que había atendido a Delia. Fue enviado de inmediato al sanatorio, y para las primeras horas del siguiente día se hallaba ya en el recinto con su camisa de fuerza. Muchos reporteros lo han visitado y fotografiado, pero ninguno lo ha entrevistado. Oyó que su caso asombró mucho a la gente y a investigadores serios y no tan serios, y que en Internet se hacían encuestas a las personas y se había hecho una página web que hablaba de él como un ente paranormal; los verdaderos tejetrampas virtualizaban los anhelos de millones de moscas, chupando su sangre sabor moneda con un perceptible olor a humano.
Su corazón ya late lento, sabe que morirá al amanecer, cuando el alba llame a los gallos y casi lo ciegue de luz mientras los faros del recinto se apagan con un gemido, cuando la gente empiece a salir de sus casas y haga ruido, y los padres lleven a los niños a la escuela.
Descubrió al poco rato a una muchacha que lo miraba y se fue corriendo, tropezó y sola se perdió entre un parque.
Lo han arrojado a abrazarse a sí mismo dentro de esa camisa, soltando apenas un murmullo de lluvia por su boca. Con sus dedos que rozan la fibra del overol y su voz bajita, toca melodías que se oyen a sí mismas y quizá formen parte de las marcas a veces, a veces recordadas en aquellos muros.



Texto con ambos finales publicado en la antología:
Terminemos el cuento. III Premio Internacional de Literatura, Unión Latina-Alfaguara, “Serie Roja”, Madrid, 2001.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El paternalismo en "Con ganas de triunfar"

Además de la crítica al racismo en las instituciones educativas y la épica del maestro comprometido con sus estudiantes, tan comentados ya en la película "Con ganas de triunfar" ("Stand and Deliver", 1988), vale la pena preguntarse por qué el profesor Jaime Escalante nunca cede su protagonismo en un proceso (la educación) en el que tendría que ser compañero de lucha y no solamente líder.
Sin duda ama su trabajo y eso le permite impactar en los jóvenes y buscar nuevas formas de enseñanza. Sin embargo, su entrega se ha vuelto obsesión y ha afectado su relación con su esposa e hijos, e incluso le ha provocado un ataque cardiaco por exceso de trabajo. Para el sistema esa abnegación es loable, sobre todo viniendo de un maestro, a quien se le quiere responsabilizar de todos los males de la educación (que se quiere privatizar), como si autoridades, gobierno, padres y medios masivos no tuvieran nada qué ver. Por eso no sorprende que el gobierno de la Ciudad de México haya proyectado esa película en las escuelas, cuando normalmente no proyectan nada ni apoyan a quienes lo hacen, a pesar de los obstáculos burocráticos y económicos.
El maestro abnegado que logra (sólo él) que sus alumnos progresen en términos del sistema (al poder ingresar a la universidad elitizada y, en consecuencia, a otro nivel socioeconómico) es también el empleado modelo que, de tanto trabajar y contagiar su empeño, logra que un país crezca... ¿Los reaizadores querían que los latinoamericanos aprendiéramos del modelo japonés, en el que los ciudadanos no tienen vida personal? Ni así ganaríamos lo mismo...
El paternalismo del profesor termina por dejar de enseñarle a los alumnos una importante lección: son ellos los que tienen que abrirse camino por sí mismos, no sólo académicamente (pues ya vimos que ahí también serán relegados), sino sobre todo políticamente.* Al final, las autoridades reconocen que aprobaron el examen. ¿Pero qué hubiera pasado de no ser así, como suele ocurrir en México, donde las autoridades prácticamente nunca cambian una resolución, por injusta e ilegal que sea?
Es ahí donde la organización de los estudiantes debe rebasar la gestión y el tesón del maestro, donde ellos como colectividad deben dialogar y actuar, pues como "minoría" tienen muchas cosas por qué luchar.


*Y aquí hay que recordar la cinta "La ola" ("Die Welle", 2008), en la que el docente-líder se convierte en un pequeño führer.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Reseña de "Las tristezas del diablo" de Iván Augusto Ramos Hernández

El individuo que, como Prometeo, se rebela contra los poderes establecidos, recibe un castigo brutal, equiparable al tamaño de su acto. El rebelde y su acción son nobles; el opresor y su escarmiento son viles; los primeros son valientes y generosos; los segundos, cobardes y mezquinos; los primeros son solidarios y creativos; los segundos son egoístas y brutos. De un lado, revolucionarios de Diógenes a Onfray, del otro, peleles cuyos nombres ni son dignos de mencionar: traidores, funcionarios autoritarios, siervos conformistas... Las tristezas del diablo (El angelito, México, 2015) de Iván Augusto Ramos Hernández, pone de manifiesto la lucha entre estos dos tipos de personas en la vida diaria, y no tan sólo entre dos clases sociales (por cierto, hay quienes dicen que esto ya dejó de ocurrir), de tal suerte que es un enfrentamiento dispar entre todo el aparato capitalista, con sus hordas de alienados-alineados, y una escasísima minoría rebelde y pobre que, para colmo, no parece estar muy cohesionada.
Y sin embargo, en este océano de desesperación, injusticia y soledad, resplandece este individuo, pequeño pero titánico, golpeado y humillado pero heroico y libre como muy pocos, que vuela en las noches y siempre está renovando la vida que vale la pena ver y vivir.

sábado, 2 de enero de 2016

Reseña de "El filo diestro del durmiente" de Héctor Fernando Vizcarra

No es fácil comentar, siquiera brevemente, la fascinante y compleja novela El filo diestro del durmiente, de Héctor Fernando Vizcarra (Terracota, México, 2013), sin temor a desatinar. La novela policial, muchas veces considerada de masas y de evasión, adquiere aquí una constitución crítica. Crítica del género que encarna, de los prejuicios con que se lee (ya sean los del lector guiado por las modas editoriales o del lector académico, muchas veces guiado por otras modas), crítica con su sociedad, atrapada en la violencia lo mismo que en la tristeza y la frivolidad.

Es inevitable que el detective caiga al menos a veces en trampas y respuestas falsas, que sonaban muy convincentes o que son verdaderas en otra realidad, que pierda su glamur y se vuelva entrañable discípulo de don Quijote. Todos los personajes son lectores, autores, detectives y, en mayor o menor grado, criminales (desde los que efectivamente atacan a sangre fría y se cubren con piel de oveja hasta los que, sin encontrar cómo salir de su papel de víctima, se entregan al sacrificio). Un desierto cargado de signos y una ciudad con sujetos vacíos, no por falta de cosas o ideas, sino de lucidez. “Se dieron cuenta de que la soledad no radica en la cantidad de personas que se tengan cerca sino en la maldita incomunicación por todas partes”.

“«¿Es necesario, señor Plénat, que haya un detective en la historia?». Entonces el autor responde al entrevistador: «Sí, de forma absoluta. Se trata de un individuo que está por encima del resto, que es capaz de desembrollar cualquier enigma, salvo el de su propia existencia.»” Esta paradoja, trágica poética, refleja, cual lente de cámara, al lector, que es también detective o juega a serlo. El lector se sumerge en el misterio de vidas de mundos paralelos, trata de comprender, de desentrañar, de resolver, más allá de juzgar (aunque sin duda tome postura), pero, igual que el detective, suele no enfrentar y resolver con la misma sagacidad su propia vida. Esta es una magnífica invitación, o así lo vemos, a poner la lupa sobre nosotros mismos, pero, como sabe todo investigador con cierta experiencia, se han de usar distintos lentes según sea el caso y el misterio nunca desaparecerá del todo, por fortuna.

El libro subraya la ficcionalidad de personajes que son tan reales como nosotros mismos, la participación del lector como detective, es decir, protagonista; destaca nuestras posibilidades de descubrimiento y reinvención.


Enero de 2014.

Reseña de "Los que deambulan sin sentido" de Andrés Gutiérrez Villavicencio

Ventana a un probable futuro próximo, Los que deambulan sin sentido no es sólo una “novela de zombis”, como pareciera indicar el título, la portada y la moda por la que pasa este momento. Y eso se puede percibir desde las primeras páginas, en las que el retrato del mundo actual es horriblemente realista: superpotencias enfrentadas desplegando todo su poderío mediático, económico y militar a costa de masas humanas explotadas y manipuladas e incluso a costa de las mismas superpotencias, que no son más que la representación de las pasiones egoístas de una minoría.
El zombi es la imagen del mundo desgastado en el cual vivimos, que se cae a pedazos, enfermo de rencores y descuidos, egoísmos y traiciones. Es la máxima expresión de la entropía andante, del desgaste en forma humana. […] El zombi es el reflejo de la sociedad que lo ha engendrado. Es un ser que no piensa, desea, y ese deseo entraña una carencia, pero que no es la escasez de algo indispensable, sino de una necesidad impuesta. Aquello que busca no le es vital. Puede vivir sin la carne humana, pero la desea como si en ello se le fuera la existencia. La desea con un apetito incansable, la consume compulsivamente, aunque luego la deje a medias, porque es un ser de proyectos inacabados. Por eso quien escribió esto puede concluir que los zombis somos nosotros. La moda de los zombis es una morbosa fascinación por nuestra monstruosidad, más que física, ontológica.
La guerra atraviesa toda la novela y a todos los personajes (¿no es así también en este mundo y en particular en este país?), nadie escapa a ella, desde el soldado hasta la madre o la pareja posesivas, los deportistas y empleados de oficina, la “gente bien”, los religiosos, quienes buscan evadir la realidad, los magnates titiriteros, los pobres, los científicos… Los golpes brutales de una realidad que muchos habían querido ignorar o postergar demuelen los proyectos de vida. A algunos esta oscura iluminación los lleva a ser mejores seres humanos, más valientes, congruentes y solidarios; muchos van sobrellevando las crisis, yendo a la deriva y sin cambiar esencialmente, conservando su egoísmo como si fuera lo más valioso de la vida, y otros aprovechan esta coyuntura para seguir siendo monstruos, pero ahora en su máxima expresión de estupidez, sin darse cuenta de que persistir en ese camino no les traerá felicidad y ni siquiera beneficios perdurables, sino que acrecentará el infierno. Obra que recuerda el también brillante y crudo Ensayo sobre la ceguera de Saramago. ¿Quiénes son los zombis? ¿quiénes son los ciegos? ¿son los otros, alguien a quien temer o compadecer?
Al final parece haber una luz, ¿pero cuánto puede durar si quienes la emiten no plantean otras formas de relacionarse y organizarse política y económicamente, que de verdad eviten que se repita la historia como ya se ha repetido (de ahí las referencias a la historia y a las mitologías antiguas), que cambien el rumbo hacia una vida de verdad hermosa, justa y placentera para el ser humano?


Septiembre de 2013

Reseña de "Glosar rupestre" de Jorge Aguilera

Quiero comentar Glosar rupestre (Verso destierro, México, 2014) de Jorge Aguilera López, aunque en este momento tengo más intuiciones que claridad. Lo intentaré porque sé que hay que glosar (sin glosas la lengua no evolucionaría y la poesía tampoco) y que a veces no queda más que confiar en la intuición, porque esta poesía es como una mosca, “ángel de día” de formas a menudo surrealistas, que no se deja atrapar. Versos prosaicos y sublimes que resisten al burocratismo cuantitativo, que “cuentan lo que tienen que contar”, lo que de verdad importa, que pugnan porque “la estupidez no venza”; palabras que huelen, no a sermón de iglesia, sino a una filosofía viva en el cuerpo que declara que “la ontología está en tus ojos, la ética en tus manos, la epistemología en tu boca”; una Eva que no necesita de la serpiente para ser libre; un Dios muerto pero presente que no puede impedir la blasfemia, lo sagrado más vasto, el amor; un sujeto “atañéndose en el presente como ruta”, que a pesar del llanto espera la llegada de la luz y se levanta, que cree haberse curado de la literatura pero que más bien se ha curado de los parásitos que la vuelven mercancía simbólica, pues para él poesía y revolución confluyen en un mismo cauce.

Septiembre de 2014.

viernes, 1 de enero de 2016

Juguemos. Si yo soy...

––Juguemos. Si yo soy un gran pianista…
––Si eres un gran pianista, y te corto un brazo, ¿qué haces?
––Me dedico a pintar.
––Si eres un gran pintor y te corto el otro brazo, ¿qué haces?
––Me dedico a bailar.
––Si eres un gran bailarín y te corto las piernas ¿qué haces?
––Me dedico a cantar.
––Si eres un cantante y te corto la garganta, ¿qué haces?
––Como estoy muerto, pido que con mi piel se fabrique un hermoso tambor.
––Y si quemo el tambor, ¿qué haces?
––Me convierto en una nube que tome todas las formas.
––Si la nube se disuelve, ¿qué haces?
––Me convierto en lluvia y hago que nazcan las hierbas.

Alejandro Jodorowsky, Fando y Lis.

Eduardo Galeano en Quijotes

"Yo siempre decía, discutiendo con mis amigos en Venezuela, que (Rafael) Vargas era un pintor realista porque uno no sólo es realista cuando pinta la realidad que conoce y padece, sino que también es realista cuando pinta la realidad que necesita, porque en la barriga de este mundo hay otro mundo posible."

Eduardo Galeano

Una charla con César Aira. Isaura Contreras, Abraham Sánchez y Elisa Vizcaíno

http://luvina.com.mx/foros/index.php?option=com_content&task=view&id=365

Tesis "Lo salvaje en la poesía de Francisco Hernández"

http://132.248.9.195/pd2007/0616378/Index.html

Irene Selser. El haiku y la militancia. El haiku en tres poetas contemporáneos. Tercera entrega

http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=2852:el-haiku-en-tres-poetas-contemporos-3-irene-selser-el-haiku-y-la-militancia&catid=1025:no-61&Itemid=154

Una taza de café con Francisco Hernández. El haiku en tres poetas contemporáneos. Segunda entrega

http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index2.php?option=com_content&task=view&id=2812&pop=1&page=0&Itemid=115

Raúl Renán: guerrero del lápiz. El haiku en tres poetas contemporáneos. Primera entrega

http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=2775&Itemid=115

Tesis "Recreación de la novela en la obra de César Aira"

http://es.scribd.com/doc/88515228/Abraham-Sanchez-Guevara-Recreacion-de-la-novela-en-la-obra-de-Cesar-Aira#scribd

Tesis "Reflexiones en torno al haiku hispanoamericano"

http://www.academia.edu/8339658/Reflexiones_en_torno_al_haiku_hispoanoamericano

Reseña de "Cucos"

Elisa me preguntó qué pienso cuando oigo Cucos (Ficticia, México, 2015). Pienso en animalitos, como cucús, cuyos o cocuyos. Cada uno de estos cuentos cortos tiene vida propia, es tan orgánico que cada palabra, incluso cada letra (como cuando dice que las palab se las llev el…), tiene una función, mucho más que en la mayoría de los libros. Y es que las pocas y certeras palabras (que también debería aplicarse a los grandes discursos…), con el peso de un balín, con la intensidad de una granada, deben hacer estallar el lenguaje y la misma sociedad, derrumbando las ilusiones (particularmente las palabras ilusorias) o disparando instantáneas del momento en el que la realidad resplandece más, a través del acto ilusionista de la literatura.
La brevedad como negatividad nos acerca al vacío, el no ser, la muerte o el ser inacabado, malhecho, ya sea por el ego, el conformismo, la impostura, la crueldad, la misma vulnerabilidad humana, y que Elisa nos los muestra con dureza, pero también con humor, ternura y erotismo. Ese vacío e imperfección, señalados por Homero, Cervantes, Nietzsche, Rulfo, Samperio, entre otros que la autora invita, es precisamente lo que, si enfrentamos y valoramos debidamente, nos puede permitir transfigurarnos en cualquier aspecto.
No quisiera tropezar, más de lo que quizá ya hice, por lo que me despido recomendando la lectura de los Cucos.