jueves, 15 de diciembre de 2016

Tarántula de Guillermo Samperio

Para recordar a un gran escritor y maestro.


Tarántula
Guillermo Samperio

Por la ventana de la habitación entra una luz grisácea que pega contra la pared, pero antes da en la mitad del rostro de Mateo, un hombre ya entrado en años, que viste un overol azul marino sucio y una camisa blanca. La otra parte de su cara está a oscuras, pero de cualquier manera sus ojos tienen un leve brillo, lo cual es lo único que logra tener un poco de luminosidad en aquel recinto. Mateo mira el muro sombrío de enfrente y, aunque no logre distinguir nada, sabe que allí hay signos que otros hombres antes que él han ido marcando en su tránsito por esa habitación. Debería estar dormido, pero prefirió aguardar despierto hasta que viniera el amanecer y, de esta forma, insomne y cansado, enfrentar tal vez el último acontecimiento de su vida. De pronto, una luz más potente, que gira fuera del edificio, entra por la ventana y hace posible ver por un instante que las mangas de la camisa dan vuelta hacia la espalda del hombre y que están atadas al frente.
Mateo no podía tener remordimientos porque lo que le había sucedido en su vida él no lo eligió, más bien, supone, él fue elegido por un destino que no supo cómo llegó hasta el extremo de sus brazos. Mucha gente piensa que Mateo no tiene responsabilidad, en especial los religiosos, pero hay muchos otros que sólo miran el lado negro de las cosas y lo señalan sin ningún miramiento, construyendo su propia ley. Mateo mira hacia el muro de enfrente como si lo atravesara, como si quisiera proyectar sus recuerdos más allá del recinto y que el mundo se enterara, paso a paso, de cómo vino a dar a este sitio.
Siendo adolescente, se fue dando cuenta de cómo su cuerpo se iba transformando. Los vellos que iban surgiendo en su cuerpo y, en especial, la parte baja de sus genitales. Luego el acné que le invadió, por fortuna, la espalda y las nalgas; la pelusa que fue cubriendo la parte superior de la boca y sus mejillas que luego se convertiría en bigote y barba. De entre los de su escuela, era de los más altos; y cuando sus miembros lograron gran longitud, ya no cabía en la cama de niño que le tenían sus padres y una buena temporada se volvió torpe en tanto que no calculaba bien sus movimientos. Se golpeaba las rodillas, daba manotazos y tiraba el plato de sopa o el vaso de agua de limón que su madre preparaba. Pero lo que llegó a confundirlo más fue que al lado de los dedos meñiques sentía una comezón insoportable; notó que al mismo tiempo se le iban abultando esas partes de las manos, como si le estuvieran brotando pequeños tumores y observó que la piel se le iba adelgazando. Una mañana de invierno, antes de salir hacia la escuela, mientras se bañaba, le extrañó que la comezón hubiera disminuido; bajo el chorro de agua miró sus manos y se percató de que junto a los dedos meñiques asomaban otros dedos meñiques. Para no equivocarse se contó los dedos y sí, en total sumaban doce; volvió a hacer la cuenta y de nuevo doce y nada más y nada menos que doce dedos, seis en cada mano.
Al salir del baño, lo primero que se le ocurrió fue ponerse unos guantes tejidos que no había querido ponerse antes, a pesar del ruego de su madre. En la cocina, se comió un pan de dulce y una taza de chocolate y así salió hacia la escuela. En el salón de clases, siguió con los guantes puestos, pero se le dificultaba agarrar bien el lápiz y escribir. No le importó porque había otros muchachos, no muchos, que no se habían quitado los guantes. Al salir de la escuela, no pudo evitar que sus dos hermanos lo acompañaran y le dijeran que se quitara los guantes, que no fuera ridículo, pero como Mateo era el mayor, simplemente los amenazó; levantó un brazo para darle un golpe al más chico, pero al ver su puño en alto, sintió un cosquilleo en el nuevo dedo meñique. Su hermano se había arrinconado contra la pared, pero el brazo seguía quieto a punto de caer; Mateo percibió que los otros cinco dedos no querían golpear, pero el meñique tendía a caer. Finalmente, logró bajar poco a poco la mano, la extendió y le brindó una caricia al hermano, quien de inmediato se incorporó, dibujando una media sonrisa en el rostro. Siguieron su camino.
Ya en casa, tanto su padre como su madre le pidieron que se quitara los guantes, pero el argumentó que imitaría a los superhéroes y a los artistas que siempre usaban guantes y que no lo obligarían a desnudar sus manos. Ya en la noche, a la luz de la lámpara de su buró, examinó sus nuevos meñiques: eran idénticos a los otros, con uña pequeña y rosaditos. Los padres se acostumbraron a ver a su hijo enguantado a toda hora. Al comenzar la primavera, Mateo volvió a sentir comezón junto a los dedos de los meñiques y en pocas semanas le salieron dos nuevos dedos, pero esta vez más grandes. Aunque ya la familia, incluyendo abuelos, tíos y primos, le decían El Hombre Araña, Mateo siguió utilizando guantes; el sobrenombre también se lo aplicaban en la escuela y en la calle donde vivía. Sólo una muchacha vecina, de nombre Delia, lo llamaba por su nombre. Mateo agradecía la delicadeza de Delia.
Una tarde, Federico, el más burlón de la colonia, se había estado mofando de Mateo, llamándolo el Manotas; éste, sabiendo que Federico era bueno para la pelea, guardaba silencio, pero luego de un rato empezó a sentir cosquillas en los cuatro nuevos dedos y, sin pensarlo más, se enfrentó al burlón. Se pusieron en guardia, Federico quiso sorprender con un campanazo de derecha, pero Mateo lo desvió con facilidad y de inmediato mandó un recto de izquierda a la mandíbula de Federico quien con una mirada de incredulidad, voló un par de metros para atrás. Mateo se le fue encima, se sentó a horcajadas sobre su contrincante y lo bombardeó con ambas manos, hasta que los demás muchachos lo detuvieron y se llevaron a Federico, semiinconsciente y deforme del rostro. Cuando Mateo se puso en pie, tuco sentimientos encontrados: por un lado, le daba lástima el burlón y, por otro, se sentía eufórico. Vio sus manos y se dio cuenta de que del guante izquierdo brotaban sus dos dedos extras; se los cubrió con la derecha y sin decir nada se fue hasta su casa.
Esa noche, ya en su cama, sintió que lo atenazaba una profunda tristeza que no había sentido antes. Pero la tristeza se fue diluyendo cuando empezó a sentir comezón al lado de los últimos dedos, señal de que pronto vendrían más dedos. Y así fue, al empezar el verano, Mateo presenció, ante la lámpara de su buró, cómo le brotaba un dedo más en cada mano, mayores que los anteriores, como si tuviera una media mano más en cada mano. Supo en ese momento que ya sería imposible ocultar lo que le estaba sucediendo y, fue hasta la recámara de sus padres; despertó a su papá y, encendiendo la luz, le mostró las manos a su progenitor, mientras su madre también se desperezaba. Los señores no sabían qué decir, guardaron silencio un buen rato mirándose uno al otro. “Fueron esas pastillas anticonceptivas raras que me diste”, dijo ella a su marido. “Estás loca”, respondió él “seguramente es una malformación genética; con tantos experimentos que hacen hoy en día”. Miraron hacia la cara de su hijo y notaron un gesto de súplica. “Venga, mi niño”, dijo la madre y lo abrazó; su padre le pasó la mano sobre la cabeza y le dijo: “Así te vamos a querer, sin importar los dedos que tengas; hay personas que tienen seis dedos en los pies y nadie les dice nada. No se preocupe, m’ijo”. Esa noche, Mateo se quedó a dormir con ellos y, al otro día, ante la familia entera pidieron respeto por Mateo y de esa forma las cosas siguieron como si nada.
Sin embargo, Mateo no pudo evitar que le siguieran diciendo El Hombre Araña, pues ahora sí sus manos parecían patas de araña. Pero la gente del barrio se acostumbró a Mateo, como se había habituado a Pancho, el loco que fumaba colillas en la esquina de la cuadra. Pero vino el otoño y le salieron dos dedos más a Mateo y cuando comenzaba de nuevo el invierno le salieron dos dedos gordos, con lo cual Mateo tenía dos manos idénticas en cada mano. Vino la primavera y ya no le salió ningún dedo más; pasaron otras estaciones del año y sus manos se quedaron con dos manos para siempre.
Durante toda esta transformación, Mateo nunca se quitó de la mente a Delia, su joven vecina, quien nunca le había dicho Hombre Araña. Como todos los muchachos de la colonia respetaban al joven, después de varias golpizas que habían recibido los más gallitos, él se sentía orgulloso. No dudo entonces de invitar a salir a Delia, fueron a varias cafeterías, luego a una que otra discoteca; hasta que empezaron a ser novios. En los momentos en que se acariciaban, Delia era una de las mujeres más felices del mundo, pues sentía cómo recorrían su cuerpo esas cuatro manos de Mateo; además a su lado, ella se sentía segura, ya que sabía que un hombre de verdad, que casi equivalía a dos, la protegería.
Un fin de semana se les ocurrió ir al bosque y el padre de Mateo les prestó el automóvil. Fueron hasta las orillas de la ciudad, se internaron por la carretera custodiada de pinos, eligieron un claro del bosque y ahí hicieron su día de campo. Corretearon y Mateo la tomaba con las cuatro manos, la lanzaba al aire y la recogía con habilidad y ligereza. Llegó la tarde húmeda, eligieron refugiarse bajo un árbol de fronda enorme y ahí empezaron a acariciarse; cuando Mateo la tenía abrazada, de pronto sintió un cosquilleo en las manos extras, la empezó a apretar con fuerza hasta que la muchacha perdió el sentido y se le desmadejó en las cuatro manos. Mateo estaba feliz y no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, pero cuando sintió el cuerpo de Delia deshilachado, detuvo sus caricias y vio, con sorpresa, lo que había pasado.
Sin pensarlo más, Mateo arrancó el carro y se dirigió al primer hospital que encontró.* Atendieron de inmediato a la muchacha y encontraron que tenía dos costillas rotas. Mateo llamó a ambas familias, que llegaron de inmediato. Delia recuperó el conocimiento y estuvo unas cuantas horas en el hospital; los familiares de Mateo se hicieron cargo de los gastos, aunque estaban limitados económicamente, y la familia de Delia fue tolerante. Desde ese momento, Mateo no volvió a ver a Delia y se mantenía encerrado en su casa, atenazado por el terror; se miraba las cuatro manos y maldecía al mundo por haberle dado un castigo que no había pedido. Ni él ni su familia sabían qué hacer.
Luego de un par de años de encierro, Mateo decidió pedir ayuda a una congregación de misioneros para que lo mantuvieran en un calabozo a agua y pan; no pedía más. El padre Agustín lo aceptó y lo mandó a un monasterio de retiro en uno de los lugares más apartados de la civilización, en lo alto de una montaña. Allí estuvo Mateo recluido por más de 10 años, hasta que se hizo adulto; su única tarea consistía, durante las noches, en tanto todos los monjes estaban recluidos, en cortar la leña para calentar el monasterio; siempre había leña de sobra.
Una de esas noches, mientras el silencioso Mateo daba hachazos certeros a los troncos, escuchó ladridos; de inmediato pensó, como ya había sucedido otras veces, que llegaban los lobos; pero él no se inmutó, siguió con su tarea. De pronto, una sombra saltó hacia él y, con un movimiento rápido de brazos, sostuvo con sus cuatro manos al animal por el cuello, dio un ligero apretón y éste cayó al suelo; pero ya otro le estaba mordisqueando una pierna y, de un manotazo doble, el animal fue a caer a algún lugar de la oscuridad; cuando se vio rodeado por otros, en cuestión de minutos terminó con ellos y se hizo el silencio. Sin embargo, a sus espaldas escuchó ruidos sobre la hierba, se protegió en un árbol y cuando los ruidos estuvieron cerca saltó sobre el animal, tomándolo del cuello y haciéndolo trizas; pero cuando apretaba se dio cuenta de que no había pelambre y que lo que estaba entre sus manos era el cuello de un hombre, al cual sintió como muñeco desmadejado. Tentaleó el cuerpo en la oscuridad y confirmó que había asesinado a un ser humano, lo que tanto había querido evitar en su reclusión de tantos años.
Entre enardecido y sufriendo, empezó a caminar entre las sombras, alejándose del monasterio. Caminó a un monte y otro hasta que el cansancio lo venció; buscó un lugar de hierbajos y allí se recostó. Los primeros resplandores del amanecer lo pusieron alerta, se desperezó y reemprendió el camino hacia no sabía donde. En su mente se armaba la escena del hombre desnucado y los perros hechos trizas, y ese espectáculo sangriento lo hacía caminar más. En esa rutina de remordimiento y gozo inexplicable, caminando hasta el cansancio durante cuatro días, se detuvo.
Cuando supo que se había adentrado demasiado en la sierra, buscó árboles secos y se le ocurrió castigar a sus manos extras, y las utilizó a manera de hachas; pero para su sorpresa las manos añadidas fungían como filos eficaces y los árboles fueron cayendo uno tras otro; en cuestión de un par de días obtuvo los maderos suficientes parta armarse de una cabaña. Hizo sillas, una mesa, su cama y se encerró por varios días. Cuando le venía el hambre, salía a cazar animales rastreros del bosque y, en ocasiones, aves que sus manos extrañas tomaban al vuelo. No supo cuántos años pasaron, el cabello y la barba le habían crecido bastante y semejaba un gurú o un ermitaño.
Mientras dormía, una noche, escuchó movimientos fuera de la cabaña; se levantó y estuvo a la expectativa tras la puerta. Se había jurado no abrirla pasara lo que pasara. Pero de pronto un tronco enorme tumbó la puerta, lo golpeó en un hombro y penetró al fondo de la cabaña. De inmediato, lámparas sordas alumbraron el interior y varios hombres que vestían chamarras a cuadros lo apuntaban con escopetas. Mateo intentó levantarse, pero un culatazo en la cabeza lo dejó tirado en el piso de su cabaña. Despertó, al atardecer siguiente, en una habitación de una sola ventana; en los muros había una serie de signos que otros hombres, antes de él, habían marcado. Intentó mover los brazos, pero los tenía atados por delante a las mangas de una camisa de fuerza blanca bajo su overol azul sucio.
Dos hombres, semejantes a los que habían irrumpido en su cabaña, le hablaron a través de los barrotes de una ventanilla de la puerta:
―Esta noche ―dijo uno de ellos―, el pueblo te va a juzgar, Tarántula.
A Mateo solo se le ocurrió decir:
―Harán bien, que buena falta me hace.
Otro de los hombres dijo:
―No seas cínico, Tarántula, que hay gente, como los misioneros, que no quieren colgarte.
Mateo no sintió esperanza ni desesperanza, se encontraba en un estado de ánimo de indiferencia, como si los pensamientos se le hubieran detenido.
El primero de los hombres agregó:
―Mañana por la mañana vas a saber; aquí las autoridades somos nosotros.
Pronto vino la noche y Mateo decidió que esperaría el resultado despierto. Se recargó en la pared, miró hacia el muro de enfrente.


*A partir del asterisco anterior el relato se interrumpió para que otros autores propusieran otros finales.



Desenlace a “Tarántula” de Guillermo Samperio,
por Abraham Sánchez Guevara.

Corría por largos corredores hasta que atendieron a Delia. Tuvo que ser internada. Mateo olvidó aquella semana, quedó como un hueco que dividía el temor de perder a Delia con la proclamación del definitivo rechazo hacia él. Recordaba las miradas de repulsión del jurado cuando era llevado hacia un auto para transportarlo a un sanatorio mental a consecuencia de la reciente muerte de Delia en el hospital. No se resignaba a quedar preso en nombre de su salud, pensaba que en realidad lo que importaba a la gente era ver que alguien pagara por una muerte, aun cuando hubiese sido accidental. El pretexto de recuperación psicológica convenció hasta a sus padres, y muchos lo veían como un ser perdido que debería estar agradecido por no haber sido condenado a morir. Lo más doloroso era no ver más la brillante luz de los ojos de Delia. Creía que quizá ella le envió un mensaje por medio del médico, el cual no se lo había querido transmitir. Tenía una esperanza contemplando al pasado, el deseo de que al menos Delia no hubiera sufrido en algún despertar o en algún sueño y que su recuerdo hubiese quedado en el momento en que la acariciaba. Supuso que su desmayo llegó casi imperceptiblemente como el sueño… Mas nada lo sabría con certeza.
Iba en el pasillo acompañado de dos guardias, se dirigían hacía fuera cuando de pronto soltó un manotazo al guardia de su izquierda y sintió sus manos extras llenándose de energía y fuerza. A los pocos minutos corría como una bestia en fuga rumbo al bosque y con el rostro de Delia en su mente, mientras soltaba algunas lágrimas fugándose a su vez de sus ojos y secándose por el viento. Corrió hasta llegar a las afueras, donde con más ahínco fue hasta la carretera, de la cual salió para meterse entre los arbustos. Llegó al claro, miró al gran árbol y cayó exhausto; se arrastró hasta que vio una caverna, en la que se refugió. ¡Era todo tan oscuro!, pese a estar a tan sólo unos pasos de la luz primaveral, que no pudo evitar dormir. Quién sabe cuánto tiempo estuvo dentro, despertó con hambre y salió a ver qué comería, tomó unas frutillas rojas pues no quiso penetrar mucho en el bosque porque le temía, aunque sabía que debía adaptarse a su nuevo hogar… Al regresar a la cueva, se colaba una luz intensa y dorada, y vio una gran telaraña en cuyo centro refulgía como gema una tarántula. Entonces notó todo lo que había cambiado su vida, de ser un niño apacible a un joven a menudo apasionado y ahora un hombre completamente solo. «Ya nadie aparte del cielo me abrazará», pensó. La tarántula supo que Mateo estaba ahí y caminó hacia la pared. Mateo la seguía con la mirada y vio cómo pasó sobre unos caracteres tallados que no entendía y se metió luego en un agujero. Mateo durmió allí, soportando el frío, la oscuridad y el miedo. Pasó el tiempo, adaptándose al bosque y éste a Mateo, decorando un par de árboles viejos con tallados y con nichos donde puso estatuas, varias burdas y una parecida a Delia, hechas por su espátula de piedra y su navaja china. Se había acostumbrado a sus manos extras y las usaba con mayor destreza. Un día sintió otro cosquilleo en el cuerpo, como escalofrío, y vio que sus cabellos emblanquecían y entonces miró varias arrugas entre las venas pronunciadas de sus manos.
Al ver gente se escondía y si se acercaban rugía desde la cueva. Pero un día vio unos policías con el guardabosques buscando algo; traían linternas y armas, y entraron en la cueva escrutando cada rincón hasta que vieron a Mateo encorvado entre el piso y la pared, mirándolos a los ojos. Le pidieron explicaciones que no les dio y, apuntándole, lo hicieron salir y lo llevaron a la patrulla. Con una mirada triste se despidió de sus amigos y se fue con los uniformados. De la comisaría pasó al hospital, y fue llevado ante el médico que había atendido a Delia. Fue enviado de inmediato al sanatorio, y para las primeras horas del siguiente día se hallaba ya en el recinto con su camisa de fuerza. Muchos reporteros lo han visitado y fotografiado, pero ninguno lo ha entrevistado. Oyó que su caso asombró mucho a la gente y a investigadores serios y no tan serios, y que en Internet se hacían encuestas a las personas y se había hecho una página web que hablaba de él como un ente paranormal; los verdaderos tejetrampas virtualizaban los anhelos de millones de moscas, chupando su sangre sabor moneda con un perceptible olor a humano.
Su corazón ya late lento, sabe que morirá al amanecer, cuando el alba llame a los gallos y casi lo ciegue de luz mientras los faros del recinto se apagan con un gemido, cuando la gente empiece a salir de sus casas y haga ruido, y los padres lleven a los niños a la escuela.
Descubrió al poco rato a una muchacha que lo miraba y se fue corriendo, tropezó y sola se perdió entre un parque.
Lo han arrojado a abrazarse a sí mismo dentro de esa camisa, soltando apenas un murmullo de lluvia por su boca. Con sus dedos que rozan la fibra del overol y su voz bajita, toca melodías que se oyen a sí mismas y quizá formen parte de las marcas a veces, a veces recordadas en aquellos muros.



Texto con ambos finales publicado en la antología:
Terminemos el cuento. III Premio Internacional de Literatura, Unión Latina-Alfaguara, “Serie Roja”, Madrid, 2001.

No hay comentarios: