viernes, 6 de septiembre de 2013

Henry Miller en un concierto de música académica

Me identifico mucho con este fragmento de Trópico de Cáncer de Henry Miller, en el que el protagonista va a un concierto a la Salle Gaveau.

Hace tanto tiempo que no me he sentado en compañía de gente bien vestida, que me siento un poco espantado. Todavía huelo el aldehído fórmico. Quizá Serge reparta aquí también. Pero nadie se rasca, gracias a Dios. Un olor tenue a perfume... muy tenue. Antes incluso de que comience la música, la gente tiene expresión de aburrimiento en la cara. Una forma fina de tortura autoimpuesta, el concierto. Por un instante, cuando el director da unos golpecitos con su batuta, se produce un tenso espasmo de concentración seguido casi inmediatamente por un aletargamiento repentino y general, una especie de reposo tranquilo y vegetal inducido por el constante e ininterrumpido chispear de la orquesta. Mi mente está curiosamente alerta; es como si tuviera mil espejos dentro del cráneo. ¡Mis nervios están tensos, vibrantes! Las notas son como bolas de cristal bailando sobre un millón de surtidores de agua. Nunca había asistido a un concierto con el estómago tan vacío. Nada se me escapa, ni siquiera la caída del más pequeño alfiler. Es como si no llevara ropa y cada poro de mi cuerpo fuese una ventana y todas las ventanas estuvieran abiertas y la luz me inundase las entrañas. Siento arquearse la luz bajo la bóveda de mis costillas, y mis costillas cuelgan ahí sobre una nave vacía que tiembla de reverberaciones. No tengo la menor idea de la duración de todo esto; he perdido la noción del tiempo y del espacio. Después de lo que parece una eternidad, sigue un intervalo de semiconsciencia equilibrada por una calma tal, que siento un gran lago en mi interior, un lago de resplandor iridiscente, fresco como gelatina; y sobre ese lago, alzándose en grandes y raudas espirales, surgen bandadas de aves de paso con patas largas y delgadas y plumaje brillante. Bandada tras bandada, se elevan de la superficie fresca y tranquila del lago y, pasando bajo mis clavículas, se pierden en el blanco mar del espacio. Y luego, despacio, muy despacio, como si una vieja con toca blanca recorriera mi cuerpo, despacio se cierran las ventanas y mis órganos vuelven a ocupar su lugar. Repentinamente, se encienden las luces y el hombre del palco blanco al que había tomado por un oficial turco resulta ser una mujer con una maceta de flores en la cabeza.
Ahora se produce un cuchicheo y todos los que desean toser tosen a sus anchas. Se oye el ruido de pies que se arrastran y el estrépito de butacas que se bajan de golpe, el ruido continuo y crepitante de personas que van y vienen sin objeto, de personas que agitan sus programas, fingen leerlos y después los dejan caer y arrastran los pies bajo los asientos, agradecidos hasta del más pequeño accidente que les impida preguntarse qué estaban pensando porque, si supieran que no estaban pensando nada, enloquecerían. Bajo el resplandor de las luces se miran unos a otros con expresión vacía, y la insistencia con que se miran mutuamente produce una extraña tensión. Y en el momento en que el director vuelve a dar unos golpecitos, caen de nuevo en un estado cataléptico: se rascan incesantemente o recuerdan de repente un escaparate en que se exhibía una bufanda o un sombrero; recuerdan todos los detalles de ese escaparate con asombrosa claridad, pero lo que no consiguen recordar es dónde estaba exactamente; y eso les fastidia, los mantiene despiertos, inquietos, y ahora escuchan con mayor atención porque están despiertos y, por maravillosa que sea la música, no perderán la conciencia de ese escaparate, ni de la bufanda colgada en él, ni del sombrero. Y esa atención intensa es contagiosa; hasta la orquesta parece galvanizada y adquiere una extraordinaria vivacidad. El segundo número se dispara como una peonza... tan rápido verdaderamente que, cuando de golpe cesa la música y se encienden las luces, algunos se quedan clavados en sus asientos como zanahorias, moviendo las mandíbulas convulsivamente, y si les gritaras repentinamente en el oído Brahms, Beethoven, Mendeleev, Herzegovina, responderían sin pensar 4, 967, 289.
Cuando llegamos al número de Debussy, la atmósfera está completamente envenenada. Me veo preguntándome qué sentirán las mujeres durante el acto sexual: si será más agudo el placer, etcétera. Intento imaginar algo que me penetra por la ingle, pero lo único que experimento es una sensación de dolor. Intento concentrarme, pero la música es demasiado escurridiza. Sólo puedo pensar en un jarrón que gira lentamente y las figuras caen en el espacio. Al final sólo hay luz girando, y me pregunto cómo gira la luz. El hombre que hay a mi lado está profundamente dormido. Parece un agente de bolsa, con su gran barriga y su bigote encerado. Me gusta así. Me gusta especialmente esa gran barriga y todo lo que ha contribuido a formarla. ¿Por qué no habría de dormir profundamente? Si quiere escuchar, siempre puede reunir el importe de una entrada. Noto que cuanto mejor vestidos van, más profundamente duermen. Los ricos tienen la conciencia tranquila. Si un pobre se adormece, aunque sólo sea por unos segundos, se siente mortificado; se imagina que ha cometido un delito contra el compositor.
En el número español la sala estaba electrizada. Todo el mundo estaba sentado en el borde de la butaca: los tambores los despertaron. Cuando comenzaron los tambores, creí que no acabaría nunca. Esperaba ver a la gente caer de los palcos o tirar los sombreros al aire. Había algo mágico en aquello y Ravel habría podido volvernos locos, si hubiera querido. Pero eso no es propio de Ravel. De repente, todo se apaciguó. Era como si, en plena acrobacia, hubiera recordado que llevaba puesto un chaqué. Se contuvo. Gran error, en mi humilde opinión. El arte consiste en llegar hasta las últimas consecuencias. Si comienzas con los tambores, tienes que acabar con dinamita, o TNT. Ravel sacrificó algo por la forma, por una verdura que la gente ha de digerir antes de irse a la cama.
Mis pensamientos se despliegan. La música se me escapa, ahora que los tambores han cesado. Por todas partes la gente ha recuperado la compostura. Bajo la luz de la salida hay un Werther sumido en la desesperación; está reclinado sobre los codos, tiene los ojos vidriosos. Cerca de la puerta, arrebujado en una gran capa, hay un español con un sombrero en la mano. Parece como si estuviera posando para el Balzac de Rodin. Del cuello para arriba recuerda a Buffalo Bill. En la galería de enfrente de la mía, en la primera fila, está sentada una mujer con las piernas muy abiertas; parece como si tuviera el trismo, con el cuello echado hacia atrás y dislocado. La mujer del sombrero rojo que está dormitando sobre la barandilla..., ¡qué maravilloso sería que tuviera una hemorragia! Que de repente arrojase un cubo de sangre sobre los cuellos duros de abajo. ¡Imaginaos a esas nulidades volviendo del concierto a casa con las pecheras manchadas de sangre!