sábado, 7 de julio de 2007

Una necesidad encubierta



Abraham Sánchez Guevara

Todos necesitamos comer. Muchos creen necesitar cosas lujosas o ser populares. Pero desgraciadamente muchos no se dan cuenta de que necesitan conscientizarse. ¿Quién es quién para decir eso? Ese discurso lo puede decir el pastor de una iglesia cristiana, el presidente que quiere convencer a los demás de que urgen sus reformitas, un padre que le dice a su hijo que si desobedece no tendrá futuro…. Mi discurso, obviamente, pretende ser distinto. Y es que creer que hay un Dios que va a salvarnos de nuestros problemas, o al menos que nos va a redimir, a proteger, a asegurar un bien supremo, es muy cómodo y no resuelve nada. Si eres explotado por tu jefe difícilmente creer en Dios te librará de eso. Si tienes complejos y miedos sexuales difícilmente Dios te los va a resolver. Por otro lado, si hablamos de las religiones judeocristianas, Dios es un ser masculino y prepotente, y las respectivas Iglesias son organizaciones jerárquicas y machistas, por no decir corruptas. La alternativa no está ahí. La realidad es que este mundo está del carajo. Los padres son unos déspotas con sus hijos. Los niños por su parte son muy crueles entre sí. La gente es muy vanidosa y quiere detentar el poder a través del dinero, del prestigio, del conocimiento, del sexo y de los sentimientos. Quienes no pueden por alguna razón “disfrutar” de ese poder, se deprimen y se quieren matar. El gobierno beneficia sólo a los grandes empresarios y cada vez empobrece más al pueblo, tanto en robos a escondidas como en leyes y tratados. Ni siquiera estudiar mucho, ser obediente o “guapo” garantiza tener un nivel de vida digna. Y sin embargo la gente se asusta y se enoja si ve a una pareja de lesbianas, si ve una marcha contra las imposiciones, o simplemente si a uno no le gustan sus entretenimientos vulgares o sus alimentos chatarra. Tratar de tener una vida diferente resulta peligroso porque no se contará con el apoyo de nadie y se sufrirá persecución. Buscar una solución sincera y saludable es mortal en este sistema donde lo tóxico gobierna. La alternativa no puede estar en la democracia o la legalidad, en imitar la forma de vida que nos proponen los capitalistas a través de sus politiquillos de los países de Europa occidental o los Estados Unidos, a través de sus comerciales de televisión y sus películas. Nos dicen que en esos países no hay corrupción, que todos viven como reyes, que son más civilizados. Es decir, los demás somos unos “bárbaros”, cuya cultura es inferior. Nada más falso. Todas las sociedades actuales son injustas, discriminatorias, clasistas, racistas. Es decir, la democracia es sólo una apariencia. Pero mucha gente parece no querer entender. Saben que la Iglesia es pederasta, corrupta y machista, y a pesar de eso se casan por la Iglesia o creen en la Virgen inventada por ellos. Saben que su novio es alcohólico y arrogante o que su novia es frívola y tiene aspiraciones de ser rica, y a pesar de eso se casan entre sí y tienen hijos porque sí, porque hay que tenerlos, o por accidente. Saben que hay comida saludable y económica y prefieren ir a Mac Donald’s y tomar Coca-Cola, por costumbre y por malinchismo. Saben que hay muchos tipos de música y de libros pero prefieren consumir lo que está de moda y no investigar más. Saben que el gobierno es un usurero y a pesar de eso nunca hacen nada. Se conforman con votar, o ni siquiera eso. La gente no ejerce su derecho a la información o a la libertad de expresión, concebidos hace mucho por los liberales y que, desde luego, los poderosos no quieren que ejerzamos. Le han tapado la boca a la voz que les hacía preguntas. No importa si no es lo más ético o lo más inteligente o lo más sano. Importa que eso es lo que todos hacen. Porque escoger otra alternativa —sea mejor o peor, pero otra— es ser un inadaptado, es ser un sospechoso, es cuestionar la forma de vida que todos han adoptado porque “así tiene que ser” porque, como dijo Goebbels, el publicista de Hitler, la mentira se ha repetido tantas veces que se ha vuelto una verdad. La verdad, o el simple cuestionamiento de qué es cierto y qué falso, es un signo de locura, de error, que debe ser corregido con ternura, con inyecciones y camisas de fuerza, con condenaciones eternas y, en última y cada vez más frecuente instancia, con golpes y cárcel. Y así ya no quedan dudas, ¿verdad? ¡Viva el orden! ¡Vivan la justicia y la salud mental y pública! ¡Mueran los revoltosos y herejes! Y de este modo, uno ya ni siquiera tiene derechos, ni siquiera puede opinar ni reflexionar, uno ya no puede quejarse y decir que no. Pero lo cierto es que sí podemos, y que tenemos que despertar y darnos cuenta de que no necesitamos su policía ni sus presidentes ni sus empresarios ni sus porquerías —chafas o lujosas— que nos venden y nos enajenan. Lo único que necesitamos es recuperar nuestra dignidad y nuestra valentía, porque ¿de qué sirve vivir así? Pero claro, habrá quienes no lo querrán entender.

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