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viernes, 29 de diciembre de 2017
Star Wars y la resistencia a pesar de Disney
Mickey Mouse da instrucciones sobre todos los aspectos de lo que considera sus películas, y Star Wars es una carta fuerte que trata de usar lo mejor que puede para sus intereses. Sin embargo, no le es fácil conseguirlo siempre. The Last Jedi me deja, más que otras películas de la saga, con una mezcla de tristeza y esperanza. No sé si porque no puedo evitar pensar en nuestra situación nacional. Algunas de las varias escenas que más rescato son en la que Rey es guiada al meditar por Luke, cuando descubre el significado de la Fuerza; y cuando, al final, unos niños juegan, repitiendo las hazañas de Luke, y son reprendidos por su patrón, que sabemos que no puede acallar la fuerza de ese gran mito rebelde. Es ahí donde ni toda la industria mediática puede controlar la resistencia que se llega a colar a algunas mentes.
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Vi a los soldados en un camión
Vi a los soldados en un camión
Sentí odio, desprecio, impotencia
Porque sé lo que hacen
Cómo el sistema los utiliza contra el pueblo
Vi que conversaban bajo el sol
¿De qué hablarán?
Pues de lo que todos los hombres hablan
Al final son sólo eso
Hombres
Que trabajan
Muchas veces sin saber para qué
Que se cansan
Que desean
Que sonríen
Que son arrasados
Sentí odio, desprecio, impotencia
Porque sé lo que hacen
Cómo el sistema los utiliza contra el pueblo
Vi que conversaban bajo el sol
¿De qué hablarán?
Pues de lo que todos los hombres hablan
Al final son sólo eso
Hombres
Que trabajan
Muchas veces sin saber para qué
Que se cansan
Que desean
Que sonríen
Que son arrasados
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jueves, 15 de diciembre de 2016
Tarántula de Guillermo Samperio
Para recordar a un gran escritor y maestro.
Tarántula
Guillermo Samperio
Por la ventana de la habitación entra una luz grisácea que pega contra la pared, pero antes da en la mitad del rostro de Mateo, un hombre ya entrado en años, que viste un overol azul marino sucio y una camisa blanca. La otra parte de su cara está a oscuras, pero de cualquier manera sus ojos tienen un leve brillo, lo cual es lo único que logra tener un poco de luminosidad en aquel recinto. Mateo mira el muro sombrío de enfrente y, aunque no logre distinguir nada, sabe que allí hay signos que otros hombres antes que él han ido marcando en su tránsito por esa habitación. Debería estar dormido, pero prefirió aguardar despierto hasta que viniera el amanecer y, de esta forma, insomne y cansado, enfrentar tal vez el último acontecimiento de su vida. De pronto, una luz más potente, que gira fuera del edificio, entra por la ventana y hace posible ver por un instante que las mangas de la camisa dan vuelta hacia la espalda del hombre y que están atadas al frente.
Mateo no podía tener remordimientos porque lo que le había sucedido en su vida él no lo eligió, más bien, supone, él fue elegido por un destino que no supo cómo llegó hasta el extremo de sus brazos. Mucha gente piensa que Mateo no tiene responsabilidad, en especial los religiosos, pero hay muchos otros que sólo miran el lado negro de las cosas y lo señalan sin ningún miramiento, construyendo su propia ley. Mateo mira hacia el muro de enfrente como si lo atravesara, como si quisiera proyectar sus recuerdos más allá del recinto y que el mundo se enterara, paso a paso, de cómo vino a dar a este sitio.
Siendo adolescente, se fue dando cuenta de cómo su cuerpo se iba transformando. Los vellos que iban surgiendo en su cuerpo y, en especial, la parte baja de sus genitales. Luego el acné que le invadió, por fortuna, la espalda y las nalgas; la pelusa que fue cubriendo la parte superior de la boca y sus mejillas que luego se convertiría en bigote y barba. De entre los de su escuela, era de los más altos; y cuando sus miembros lograron gran longitud, ya no cabía en la cama de niño que le tenían sus padres y una buena temporada se volvió torpe en tanto que no calculaba bien sus movimientos. Se golpeaba las rodillas, daba manotazos y tiraba el plato de sopa o el vaso de agua de limón que su madre preparaba. Pero lo que llegó a confundirlo más fue que al lado de los dedos meñiques sentía una comezón insoportable; notó que al mismo tiempo se le iban abultando esas partes de las manos, como si le estuvieran brotando pequeños tumores y observó que la piel se le iba adelgazando. Una mañana de invierno, antes de salir hacia la escuela, mientras se bañaba, le extrañó que la comezón hubiera disminuido; bajo el chorro de agua miró sus manos y se percató de que junto a los dedos meñiques asomaban otros dedos meñiques. Para no equivocarse se contó los dedos y sí, en total sumaban doce; volvió a hacer la cuenta y de nuevo doce y nada más y nada menos que doce dedos, seis en cada mano.
Al salir del baño, lo primero que se le ocurrió fue ponerse unos guantes tejidos que no había querido ponerse antes, a pesar del ruego de su madre. En la cocina, se comió un pan de dulce y una taza de chocolate y así salió hacia la escuela. En el salón de clases, siguió con los guantes puestos, pero se le dificultaba agarrar bien el lápiz y escribir. No le importó porque había otros muchachos, no muchos, que no se habían quitado los guantes. Al salir de la escuela, no pudo evitar que sus dos hermanos lo acompañaran y le dijeran que se quitara los guantes, que no fuera ridículo, pero como Mateo era el mayor, simplemente los amenazó; levantó un brazo para darle un golpe al más chico, pero al ver su puño en alto, sintió un cosquilleo en el nuevo dedo meñique. Su hermano se había arrinconado contra la pared, pero el brazo seguía quieto a punto de caer; Mateo percibió que los otros cinco dedos no querían golpear, pero el meñique tendía a caer. Finalmente, logró bajar poco a poco la mano, la extendió y le brindó una caricia al hermano, quien de inmediato se incorporó, dibujando una media sonrisa en el rostro. Siguieron su camino.
Ya en casa, tanto su padre como su madre le pidieron que se quitara los guantes, pero el argumentó que imitaría a los superhéroes y a los artistas que siempre usaban guantes y que no lo obligarían a desnudar sus manos. Ya en la noche, a la luz de la lámpara de su buró, examinó sus nuevos meñiques: eran idénticos a los otros, con uña pequeña y rosaditos. Los padres se acostumbraron a ver a su hijo enguantado a toda hora. Al comenzar la primavera, Mateo volvió a sentir comezón junto a los dedos de los meñiques y en pocas semanas le salieron dos nuevos dedos, pero esta vez más grandes. Aunque ya la familia, incluyendo abuelos, tíos y primos, le decían El Hombre Araña, Mateo siguió utilizando guantes; el sobrenombre también se lo aplicaban en la escuela y en la calle donde vivía. Sólo una muchacha vecina, de nombre Delia, lo llamaba por su nombre. Mateo agradecía la delicadeza de Delia.
Una tarde, Federico, el más burlón de la colonia, se había estado mofando de Mateo, llamándolo el Manotas; éste, sabiendo que Federico era bueno para la pelea, guardaba silencio, pero luego de un rato empezó a sentir cosquillas en los cuatro nuevos dedos y, sin pensarlo más, se enfrentó al burlón. Se pusieron en guardia, Federico quiso sorprender con un campanazo de derecha, pero Mateo lo desvió con facilidad y de inmediato mandó un recto de izquierda a la mandíbula de Federico quien con una mirada de incredulidad, voló un par de metros para atrás. Mateo se le fue encima, se sentó a horcajadas sobre su contrincante y lo bombardeó con ambas manos, hasta que los demás muchachos lo detuvieron y se llevaron a Federico, semiinconsciente y deforme del rostro. Cuando Mateo se puso en pie, tuco sentimientos encontrados: por un lado, le daba lástima el burlón y, por otro, se sentía eufórico. Vio sus manos y se dio cuenta de que del guante izquierdo brotaban sus dos dedos extras; se los cubrió con la derecha y sin decir nada se fue hasta su casa.
Esa noche, ya en su cama, sintió que lo atenazaba una profunda tristeza que no había sentido antes. Pero la tristeza se fue diluyendo cuando empezó a sentir comezón al lado de los últimos dedos, señal de que pronto vendrían más dedos. Y así fue, al empezar el verano, Mateo presenció, ante la lámpara de su buró, cómo le brotaba un dedo más en cada mano, mayores que los anteriores, como si tuviera una media mano más en cada mano. Supo en ese momento que ya sería imposible ocultar lo que le estaba sucediendo y, fue hasta la recámara de sus padres; despertó a su papá y, encendiendo la luz, le mostró las manos a su progenitor, mientras su madre también se desperezaba. Los señores no sabían qué decir, guardaron silencio un buen rato mirándose uno al otro. “Fueron esas pastillas anticonceptivas raras que me diste”, dijo ella a su marido. “Estás loca”, respondió él “seguramente es una malformación genética; con tantos experimentos que hacen hoy en día”. Miraron hacia la cara de su hijo y notaron un gesto de súplica. “Venga, mi niño”, dijo la madre y lo abrazó; su padre le pasó la mano sobre la cabeza y le dijo: “Así te vamos a querer, sin importar los dedos que tengas; hay personas que tienen seis dedos en los pies y nadie les dice nada. No se preocupe, m’ijo”. Esa noche, Mateo se quedó a dormir con ellos y, al otro día, ante la familia entera pidieron respeto por Mateo y de esa forma las cosas siguieron como si nada.
Sin embargo, Mateo no pudo evitar que le siguieran diciendo El Hombre Araña, pues ahora sí sus manos parecían patas de araña. Pero la gente del barrio se acostumbró a Mateo, como se había habituado a Pancho, el loco que fumaba colillas en la esquina de la cuadra. Pero vino el otoño y le salieron dos dedos más a Mateo y cuando comenzaba de nuevo el invierno le salieron dos dedos gordos, con lo cual Mateo tenía dos manos idénticas en cada mano. Vino la primavera y ya no le salió ningún dedo más; pasaron otras estaciones del año y sus manos se quedaron con dos manos para siempre.
Durante toda esta transformación, Mateo nunca se quitó de la mente a Delia, su joven vecina, quien nunca le había dicho Hombre Araña. Como todos los muchachos de la colonia respetaban al joven, después de varias golpizas que habían recibido los más gallitos, él se sentía orgulloso. No dudo entonces de invitar a salir a Delia, fueron a varias cafeterías, luego a una que otra discoteca; hasta que empezaron a ser novios. En los momentos en que se acariciaban, Delia era una de las mujeres más felices del mundo, pues sentía cómo recorrían su cuerpo esas cuatro manos de Mateo; además a su lado, ella se sentía segura, ya que sabía que un hombre de verdad, que casi equivalía a dos, la protegería.
Un fin de semana se les ocurrió ir al bosque y el padre de Mateo les prestó el automóvil. Fueron hasta las orillas de la ciudad, se internaron por la carretera custodiada de pinos, eligieron un claro del bosque y ahí hicieron su día de campo. Corretearon y Mateo la tomaba con las cuatro manos, la lanzaba al aire y la recogía con habilidad y ligereza. Llegó la tarde húmeda, eligieron refugiarse bajo un árbol de fronda enorme y ahí empezaron a acariciarse; cuando Mateo la tenía abrazada, de pronto sintió un cosquilleo en las manos extras, la empezó a apretar con fuerza hasta que la muchacha perdió el sentido y se le desmadejó en las cuatro manos. Mateo estaba feliz y no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, pero cuando sintió el cuerpo de Delia deshilachado, detuvo sus caricias y vio, con sorpresa, lo que había pasado.
Sin pensarlo más, Mateo arrancó el carro y se dirigió al primer hospital que encontró.* Atendieron de inmediato a la muchacha y encontraron que tenía dos costillas rotas. Mateo llamó a ambas familias, que llegaron de inmediato. Delia recuperó el conocimiento y estuvo unas cuantas horas en el hospital; los familiares de Mateo se hicieron cargo de los gastos, aunque estaban limitados económicamente, y la familia de Delia fue tolerante. Desde ese momento, Mateo no volvió a ver a Delia y se mantenía encerrado en su casa, atenazado por el terror; se miraba las cuatro manos y maldecía al mundo por haberle dado un castigo que no había pedido. Ni él ni su familia sabían qué hacer.
Luego de un par de años de encierro, Mateo decidió pedir ayuda a una congregación de misioneros para que lo mantuvieran en un calabozo a agua y pan; no pedía más. El padre Agustín lo aceptó y lo mandó a un monasterio de retiro en uno de los lugares más apartados de la civilización, en lo alto de una montaña. Allí estuvo Mateo recluido por más de 10 años, hasta que se hizo adulto; su única tarea consistía, durante las noches, en tanto todos los monjes estaban recluidos, en cortar la leña para calentar el monasterio; siempre había leña de sobra.
Una de esas noches, mientras el silencioso Mateo daba hachazos certeros a los troncos, escuchó ladridos; de inmediato pensó, como ya había sucedido otras veces, que llegaban los lobos; pero él no se inmutó, siguió con su tarea. De pronto, una sombra saltó hacia él y, con un movimiento rápido de brazos, sostuvo con sus cuatro manos al animal por el cuello, dio un ligero apretón y éste cayó al suelo; pero ya otro le estaba mordisqueando una pierna y, de un manotazo doble, el animal fue a caer a algún lugar de la oscuridad; cuando se vio rodeado por otros, en cuestión de minutos terminó con ellos y se hizo el silencio. Sin embargo, a sus espaldas escuchó ruidos sobre la hierba, se protegió en un árbol y cuando los ruidos estuvieron cerca saltó sobre el animal, tomándolo del cuello y haciéndolo trizas; pero cuando apretaba se dio cuenta de que no había pelambre y que lo que estaba entre sus manos era el cuello de un hombre, al cual sintió como muñeco desmadejado. Tentaleó el cuerpo en la oscuridad y confirmó que había asesinado a un ser humano, lo que tanto había querido evitar en su reclusión de tantos años.
Entre enardecido y sufriendo, empezó a caminar entre las sombras, alejándose del monasterio. Caminó a un monte y otro hasta que el cansancio lo venció; buscó un lugar de hierbajos y allí se recostó. Los primeros resplandores del amanecer lo pusieron alerta, se desperezó y reemprendió el camino hacia no sabía donde. En su mente se armaba la escena del hombre desnucado y los perros hechos trizas, y ese espectáculo sangriento lo hacía caminar más. En esa rutina de remordimiento y gozo inexplicable, caminando hasta el cansancio durante cuatro días, se detuvo.
Cuando supo que se había adentrado demasiado en la sierra, buscó árboles secos y se le ocurrió castigar a sus manos extras, y las utilizó a manera de hachas; pero para su sorpresa las manos añadidas fungían como filos eficaces y los árboles fueron cayendo uno tras otro; en cuestión de un par de días obtuvo los maderos suficientes parta armarse de una cabaña. Hizo sillas, una mesa, su cama y se encerró por varios días. Cuando le venía el hambre, salía a cazar animales rastreros del bosque y, en ocasiones, aves que sus manos extrañas tomaban al vuelo. No supo cuántos años pasaron, el cabello y la barba le habían crecido bastante y semejaba un gurú o un ermitaño.
Mientras dormía, una noche, escuchó movimientos fuera de la cabaña; se levantó y estuvo a la expectativa tras la puerta. Se había jurado no abrirla pasara lo que pasara. Pero de pronto un tronco enorme tumbó la puerta, lo golpeó en un hombro y penetró al fondo de la cabaña. De inmediato, lámparas sordas alumbraron el interior y varios hombres que vestían chamarras a cuadros lo apuntaban con escopetas. Mateo intentó levantarse, pero un culatazo en la cabeza lo dejó tirado en el piso de su cabaña. Despertó, al atardecer siguiente, en una habitación de una sola ventana; en los muros había una serie de signos que otros hombres, antes de él, habían marcado. Intentó mover los brazos, pero los tenía atados por delante a las mangas de una camisa de fuerza blanca bajo su overol azul sucio.
Dos hombres, semejantes a los que habían irrumpido en su cabaña, le hablaron a través de los barrotes de una ventanilla de la puerta:
―Esta noche ―dijo uno de ellos―, el pueblo te va a juzgar, Tarántula.
A Mateo solo se le ocurrió decir:
―Harán bien, que buena falta me hace.
Otro de los hombres dijo:
―No seas cínico, Tarántula, que hay gente, como los misioneros, que no quieren colgarte.
Mateo no sintió esperanza ni desesperanza, se encontraba en un estado de ánimo de indiferencia, como si los pensamientos se le hubieran detenido.
El primero de los hombres agregó:
―Mañana por la mañana vas a saber; aquí las autoridades somos nosotros.
Pronto vino la noche y Mateo decidió que esperaría el resultado despierto. Se recargó en la pared, miró hacia el muro de enfrente.
*A partir del asterisco anterior el relato se interrumpió para que otros autores propusieran otros finales.
Desenlace a “Tarántula” de Guillermo Samperio,
por Abraham Sánchez Guevara.
Corría por largos corredores hasta que atendieron a Delia. Tuvo que ser internada. Mateo olvidó aquella semana, quedó como un hueco que dividía el temor de perder a Delia con la proclamación del definitivo rechazo hacia él. Recordaba las miradas de repulsión del jurado cuando era llevado hacia un auto para transportarlo a un sanatorio mental a consecuencia de la reciente muerte de Delia en el hospital. No se resignaba a quedar preso en nombre de su salud, pensaba que en realidad lo que importaba a la gente era ver que alguien pagara por una muerte, aun cuando hubiese sido accidental. El pretexto de recuperación psicológica convenció hasta a sus padres, y muchos lo veían como un ser perdido que debería estar agradecido por no haber sido condenado a morir. Lo más doloroso era no ver más la brillante luz de los ojos de Delia. Creía que quizá ella le envió un mensaje por medio del médico, el cual no se lo había querido transmitir. Tenía una esperanza contemplando al pasado, el deseo de que al menos Delia no hubiera sufrido en algún despertar o en algún sueño y que su recuerdo hubiese quedado en el momento en que la acariciaba. Supuso que su desmayo llegó casi imperceptiblemente como el sueño… Mas nada lo sabría con certeza.
Iba en el pasillo acompañado de dos guardias, se dirigían hacía fuera cuando de pronto soltó un manotazo al guardia de su izquierda y sintió sus manos extras llenándose de energía y fuerza. A los pocos minutos corría como una bestia en fuga rumbo al bosque y con el rostro de Delia en su mente, mientras soltaba algunas lágrimas fugándose a su vez de sus ojos y secándose por el viento. Corrió hasta llegar a las afueras, donde con más ahínco fue hasta la carretera, de la cual salió para meterse entre los arbustos. Llegó al claro, miró al gran árbol y cayó exhausto; se arrastró hasta que vio una caverna, en la que se refugió. ¡Era todo tan oscuro!, pese a estar a tan sólo unos pasos de la luz primaveral, que no pudo evitar dormir. Quién sabe cuánto tiempo estuvo dentro, despertó con hambre y salió a ver qué comería, tomó unas frutillas rojas pues no quiso penetrar mucho en el bosque porque le temía, aunque sabía que debía adaptarse a su nuevo hogar… Al regresar a la cueva, se colaba una luz intensa y dorada, y vio una gran telaraña en cuyo centro refulgía como gema una tarántula. Entonces notó todo lo que había cambiado su vida, de ser un niño apacible a un joven a menudo apasionado y ahora un hombre completamente solo. «Ya nadie aparte del cielo me abrazará», pensó. La tarántula supo que Mateo estaba ahí y caminó hacia la pared. Mateo la seguía con la mirada y vio cómo pasó sobre unos caracteres tallados que no entendía y se metió luego en un agujero. Mateo durmió allí, soportando el frío, la oscuridad y el miedo. Pasó el tiempo, adaptándose al bosque y éste a Mateo, decorando un par de árboles viejos con tallados y con nichos donde puso estatuas, varias burdas y una parecida a Delia, hechas por su espátula de piedra y su navaja china. Se había acostumbrado a sus manos extras y las usaba con mayor destreza. Un día sintió otro cosquilleo en el cuerpo, como escalofrío, y vio que sus cabellos emblanquecían y entonces miró varias arrugas entre las venas pronunciadas de sus manos.
Al ver gente se escondía y si se acercaban rugía desde la cueva. Pero un día vio unos policías con el guardabosques buscando algo; traían linternas y armas, y entraron en la cueva escrutando cada rincón hasta que vieron a Mateo encorvado entre el piso y la pared, mirándolos a los ojos. Le pidieron explicaciones que no les dio y, apuntándole, lo hicieron salir y lo llevaron a la patrulla. Con una mirada triste se despidió de sus amigos y se fue con los uniformados. De la comisaría pasó al hospital, y fue llevado ante el médico que había atendido a Delia. Fue enviado de inmediato al sanatorio, y para las primeras horas del siguiente día se hallaba ya en el recinto con su camisa de fuerza. Muchos reporteros lo han visitado y fotografiado, pero ninguno lo ha entrevistado. Oyó que su caso asombró mucho a la gente y a investigadores serios y no tan serios, y que en Internet se hacían encuestas a las personas y se había hecho una página web que hablaba de él como un ente paranormal; los verdaderos tejetrampas virtualizaban los anhelos de millones de moscas, chupando su sangre sabor moneda con un perceptible olor a humano.
Su corazón ya late lento, sabe que morirá al amanecer, cuando el alba llame a los gallos y casi lo ciegue de luz mientras los faros del recinto se apagan con un gemido, cuando la gente empiece a salir de sus casas y haga ruido, y los padres lleven a los niños a la escuela.
Descubrió al poco rato a una muchacha que lo miraba y se fue corriendo, tropezó y sola se perdió entre un parque.
Lo han arrojado a abrazarse a sí mismo dentro de esa camisa, soltando apenas un murmullo de lluvia por su boca. Con sus dedos que rozan la fibra del overol y su voz bajita, toca melodías que se oyen a sí mismas y quizá formen parte de las marcas a veces, a veces recordadas en aquellos muros.
Texto con ambos finales publicado en la antología:
Terminemos el cuento. III Premio Internacional de Literatura, Unión Latina-Alfaguara, “Serie Roja”, Madrid, 2001.
Tarántula
Guillermo Samperio
Por la ventana de la habitación entra una luz grisácea que pega contra la pared, pero antes da en la mitad del rostro de Mateo, un hombre ya entrado en años, que viste un overol azul marino sucio y una camisa blanca. La otra parte de su cara está a oscuras, pero de cualquier manera sus ojos tienen un leve brillo, lo cual es lo único que logra tener un poco de luminosidad en aquel recinto. Mateo mira el muro sombrío de enfrente y, aunque no logre distinguir nada, sabe que allí hay signos que otros hombres antes que él han ido marcando en su tránsito por esa habitación. Debería estar dormido, pero prefirió aguardar despierto hasta que viniera el amanecer y, de esta forma, insomne y cansado, enfrentar tal vez el último acontecimiento de su vida. De pronto, una luz más potente, que gira fuera del edificio, entra por la ventana y hace posible ver por un instante que las mangas de la camisa dan vuelta hacia la espalda del hombre y que están atadas al frente.
Mateo no podía tener remordimientos porque lo que le había sucedido en su vida él no lo eligió, más bien, supone, él fue elegido por un destino que no supo cómo llegó hasta el extremo de sus brazos. Mucha gente piensa que Mateo no tiene responsabilidad, en especial los religiosos, pero hay muchos otros que sólo miran el lado negro de las cosas y lo señalan sin ningún miramiento, construyendo su propia ley. Mateo mira hacia el muro de enfrente como si lo atravesara, como si quisiera proyectar sus recuerdos más allá del recinto y que el mundo se enterara, paso a paso, de cómo vino a dar a este sitio.
Siendo adolescente, se fue dando cuenta de cómo su cuerpo se iba transformando. Los vellos que iban surgiendo en su cuerpo y, en especial, la parte baja de sus genitales. Luego el acné que le invadió, por fortuna, la espalda y las nalgas; la pelusa que fue cubriendo la parte superior de la boca y sus mejillas que luego se convertiría en bigote y barba. De entre los de su escuela, era de los más altos; y cuando sus miembros lograron gran longitud, ya no cabía en la cama de niño que le tenían sus padres y una buena temporada se volvió torpe en tanto que no calculaba bien sus movimientos. Se golpeaba las rodillas, daba manotazos y tiraba el plato de sopa o el vaso de agua de limón que su madre preparaba. Pero lo que llegó a confundirlo más fue que al lado de los dedos meñiques sentía una comezón insoportable; notó que al mismo tiempo se le iban abultando esas partes de las manos, como si le estuvieran brotando pequeños tumores y observó que la piel se le iba adelgazando. Una mañana de invierno, antes de salir hacia la escuela, mientras se bañaba, le extrañó que la comezón hubiera disminuido; bajo el chorro de agua miró sus manos y se percató de que junto a los dedos meñiques asomaban otros dedos meñiques. Para no equivocarse se contó los dedos y sí, en total sumaban doce; volvió a hacer la cuenta y de nuevo doce y nada más y nada menos que doce dedos, seis en cada mano.
Al salir del baño, lo primero que se le ocurrió fue ponerse unos guantes tejidos que no había querido ponerse antes, a pesar del ruego de su madre. En la cocina, se comió un pan de dulce y una taza de chocolate y así salió hacia la escuela. En el salón de clases, siguió con los guantes puestos, pero se le dificultaba agarrar bien el lápiz y escribir. No le importó porque había otros muchachos, no muchos, que no se habían quitado los guantes. Al salir de la escuela, no pudo evitar que sus dos hermanos lo acompañaran y le dijeran que se quitara los guantes, que no fuera ridículo, pero como Mateo era el mayor, simplemente los amenazó; levantó un brazo para darle un golpe al más chico, pero al ver su puño en alto, sintió un cosquilleo en el nuevo dedo meñique. Su hermano se había arrinconado contra la pared, pero el brazo seguía quieto a punto de caer; Mateo percibió que los otros cinco dedos no querían golpear, pero el meñique tendía a caer. Finalmente, logró bajar poco a poco la mano, la extendió y le brindó una caricia al hermano, quien de inmediato se incorporó, dibujando una media sonrisa en el rostro. Siguieron su camino.
Ya en casa, tanto su padre como su madre le pidieron que se quitara los guantes, pero el argumentó que imitaría a los superhéroes y a los artistas que siempre usaban guantes y que no lo obligarían a desnudar sus manos. Ya en la noche, a la luz de la lámpara de su buró, examinó sus nuevos meñiques: eran idénticos a los otros, con uña pequeña y rosaditos. Los padres se acostumbraron a ver a su hijo enguantado a toda hora. Al comenzar la primavera, Mateo volvió a sentir comezón junto a los dedos de los meñiques y en pocas semanas le salieron dos nuevos dedos, pero esta vez más grandes. Aunque ya la familia, incluyendo abuelos, tíos y primos, le decían El Hombre Araña, Mateo siguió utilizando guantes; el sobrenombre también se lo aplicaban en la escuela y en la calle donde vivía. Sólo una muchacha vecina, de nombre Delia, lo llamaba por su nombre. Mateo agradecía la delicadeza de Delia.
Una tarde, Federico, el más burlón de la colonia, se había estado mofando de Mateo, llamándolo el Manotas; éste, sabiendo que Federico era bueno para la pelea, guardaba silencio, pero luego de un rato empezó a sentir cosquillas en los cuatro nuevos dedos y, sin pensarlo más, se enfrentó al burlón. Se pusieron en guardia, Federico quiso sorprender con un campanazo de derecha, pero Mateo lo desvió con facilidad y de inmediato mandó un recto de izquierda a la mandíbula de Federico quien con una mirada de incredulidad, voló un par de metros para atrás. Mateo se le fue encima, se sentó a horcajadas sobre su contrincante y lo bombardeó con ambas manos, hasta que los demás muchachos lo detuvieron y se llevaron a Federico, semiinconsciente y deforme del rostro. Cuando Mateo se puso en pie, tuco sentimientos encontrados: por un lado, le daba lástima el burlón y, por otro, se sentía eufórico. Vio sus manos y se dio cuenta de que del guante izquierdo brotaban sus dos dedos extras; se los cubrió con la derecha y sin decir nada se fue hasta su casa.
Esa noche, ya en su cama, sintió que lo atenazaba una profunda tristeza que no había sentido antes. Pero la tristeza se fue diluyendo cuando empezó a sentir comezón al lado de los últimos dedos, señal de que pronto vendrían más dedos. Y así fue, al empezar el verano, Mateo presenció, ante la lámpara de su buró, cómo le brotaba un dedo más en cada mano, mayores que los anteriores, como si tuviera una media mano más en cada mano. Supo en ese momento que ya sería imposible ocultar lo que le estaba sucediendo y, fue hasta la recámara de sus padres; despertó a su papá y, encendiendo la luz, le mostró las manos a su progenitor, mientras su madre también se desperezaba. Los señores no sabían qué decir, guardaron silencio un buen rato mirándose uno al otro. “Fueron esas pastillas anticonceptivas raras que me diste”, dijo ella a su marido. “Estás loca”, respondió él “seguramente es una malformación genética; con tantos experimentos que hacen hoy en día”. Miraron hacia la cara de su hijo y notaron un gesto de súplica. “Venga, mi niño”, dijo la madre y lo abrazó; su padre le pasó la mano sobre la cabeza y le dijo: “Así te vamos a querer, sin importar los dedos que tengas; hay personas que tienen seis dedos en los pies y nadie les dice nada. No se preocupe, m’ijo”. Esa noche, Mateo se quedó a dormir con ellos y, al otro día, ante la familia entera pidieron respeto por Mateo y de esa forma las cosas siguieron como si nada.
Sin embargo, Mateo no pudo evitar que le siguieran diciendo El Hombre Araña, pues ahora sí sus manos parecían patas de araña. Pero la gente del barrio se acostumbró a Mateo, como se había habituado a Pancho, el loco que fumaba colillas en la esquina de la cuadra. Pero vino el otoño y le salieron dos dedos más a Mateo y cuando comenzaba de nuevo el invierno le salieron dos dedos gordos, con lo cual Mateo tenía dos manos idénticas en cada mano. Vino la primavera y ya no le salió ningún dedo más; pasaron otras estaciones del año y sus manos se quedaron con dos manos para siempre.
Durante toda esta transformación, Mateo nunca se quitó de la mente a Delia, su joven vecina, quien nunca le había dicho Hombre Araña. Como todos los muchachos de la colonia respetaban al joven, después de varias golpizas que habían recibido los más gallitos, él se sentía orgulloso. No dudo entonces de invitar a salir a Delia, fueron a varias cafeterías, luego a una que otra discoteca; hasta que empezaron a ser novios. En los momentos en que se acariciaban, Delia era una de las mujeres más felices del mundo, pues sentía cómo recorrían su cuerpo esas cuatro manos de Mateo; además a su lado, ella se sentía segura, ya que sabía que un hombre de verdad, que casi equivalía a dos, la protegería.
Un fin de semana se les ocurrió ir al bosque y el padre de Mateo les prestó el automóvil. Fueron hasta las orillas de la ciudad, se internaron por la carretera custodiada de pinos, eligieron un claro del bosque y ahí hicieron su día de campo. Corretearon y Mateo la tomaba con las cuatro manos, la lanzaba al aire y la recogía con habilidad y ligereza. Llegó la tarde húmeda, eligieron refugiarse bajo un árbol de fronda enorme y ahí empezaron a acariciarse; cuando Mateo la tenía abrazada, de pronto sintió un cosquilleo en las manos extras, la empezó a apretar con fuerza hasta que la muchacha perdió el sentido y se le desmadejó en las cuatro manos. Mateo estaba feliz y no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, pero cuando sintió el cuerpo de Delia deshilachado, detuvo sus caricias y vio, con sorpresa, lo que había pasado.
Sin pensarlo más, Mateo arrancó el carro y se dirigió al primer hospital que encontró.* Atendieron de inmediato a la muchacha y encontraron que tenía dos costillas rotas. Mateo llamó a ambas familias, que llegaron de inmediato. Delia recuperó el conocimiento y estuvo unas cuantas horas en el hospital; los familiares de Mateo se hicieron cargo de los gastos, aunque estaban limitados económicamente, y la familia de Delia fue tolerante. Desde ese momento, Mateo no volvió a ver a Delia y se mantenía encerrado en su casa, atenazado por el terror; se miraba las cuatro manos y maldecía al mundo por haberle dado un castigo que no había pedido. Ni él ni su familia sabían qué hacer.
Luego de un par de años de encierro, Mateo decidió pedir ayuda a una congregación de misioneros para que lo mantuvieran en un calabozo a agua y pan; no pedía más. El padre Agustín lo aceptó y lo mandó a un monasterio de retiro en uno de los lugares más apartados de la civilización, en lo alto de una montaña. Allí estuvo Mateo recluido por más de 10 años, hasta que se hizo adulto; su única tarea consistía, durante las noches, en tanto todos los monjes estaban recluidos, en cortar la leña para calentar el monasterio; siempre había leña de sobra.
Una de esas noches, mientras el silencioso Mateo daba hachazos certeros a los troncos, escuchó ladridos; de inmediato pensó, como ya había sucedido otras veces, que llegaban los lobos; pero él no se inmutó, siguió con su tarea. De pronto, una sombra saltó hacia él y, con un movimiento rápido de brazos, sostuvo con sus cuatro manos al animal por el cuello, dio un ligero apretón y éste cayó al suelo; pero ya otro le estaba mordisqueando una pierna y, de un manotazo doble, el animal fue a caer a algún lugar de la oscuridad; cuando se vio rodeado por otros, en cuestión de minutos terminó con ellos y se hizo el silencio. Sin embargo, a sus espaldas escuchó ruidos sobre la hierba, se protegió en un árbol y cuando los ruidos estuvieron cerca saltó sobre el animal, tomándolo del cuello y haciéndolo trizas; pero cuando apretaba se dio cuenta de que no había pelambre y que lo que estaba entre sus manos era el cuello de un hombre, al cual sintió como muñeco desmadejado. Tentaleó el cuerpo en la oscuridad y confirmó que había asesinado a un ser humano, lo que tanto había querido evitar en su reclusión de tantos años.
Entre enardecido y sufriendo, empezó a caminar entre las sombras, alejándose del monasterio. Caminó a un monte y otro hasta que el cansancio lo venció; buscó un lugar de hierbajos y allí se recostó. Los primeros resplandores del amanecer lo pusieron alerta, se desperezó y reemprendió el camino hacia no sabía donde. En su mente se armaba la escena del hombre desnucado y los perros hechos trizas, y ese espectáculo sangriento lo hacía caminar más. En esa rutina de remordimiento y gozo inexplicable, caminando hasta el cansancio durante cuatro días, se detuvo.
Cuando supo que se había adentrado demasiado en la sierra, buscó árboles secos y se le ocurrió castigar a sus manos extras, y las utilizó a manera de hachas; pero para su sorpresa las manos añadidas fungían como filos eficaces y los árboles fueron cayendo uno tras otro; en cuestión de un par de días obtuvo los maderos suficientes parta armarse de una cabaña. Hizo sillas, una mesa, su cama y se encerró por varios días. Cuando le venía el hambre, salía a cazar animales rastreros del bosque y, en ocasiones, aves que sus manos extrañas tomaban al vuelo. No supo cuántos años pasaron, el cabello y la barba le habían crecido bastante y semejaba un gurú o un ermitaño.
Mientras dormía, una noche, escuchó movimientos fuera de la cabaña; se levantó y estuvo a la expectativa tras la puerta. Se había jurado no abrirla pasara lo que pasara. Pero de pronto un tronco enorme tumbó la puerta, lo golpeó en un hombro y penetró al fondo de la cabaña. De inmediato, lámparas sordas alumbraron el interior y varios hombres que vestían chamarras a cuadros lo apuntaban con escopetas. Mateo intentó levantarse, pero un culatazo en la cabeza lo dejó tirado en el piso de su cabaña. Despertó, al atardecer siguiente, en una habitación de una sola ventana; en los muros había una serie de signos que otros hombres, antes de él, habían marcado. Intentó mover los brazos, pero los tenía atados por delante a las mangas de una camisa de fuerza blanca bajo su overol azul sucio.
Dos hombres, semejantes a los que habían irrumpido en su cabaña, le hablaron a través de los barrotes de una ventanilla de la puerta:
―Esta noche ―dijo uno de ellos―, el pueblo te va a juzgar, Tarántula.
A Mateo solo se le ocurrió decir:
―Harán bien, que buena falta me hace.
Otro de los hombres dijo:
―No seas cínico, Tarántula, que hay gente, como los misioneros, que no quieren colgarte.
Mateo no sintió esperanza ni desesperanza, se encontraba en un estado de ánimo de indiferencia, como si los pensamientos se le hubieran detenido.
El primero de los hombres agregó:
―Mañana por la mañana vas a saber; aquí las autoridades somos nosotros.
Pronto vino la noche y Mateo decidió que esperaría el resultado despierto. Se recargó en la pared, miró hacia el muro de enfrente.
*A partir del asterisco anterior el relato se interrumpió para que otros autores propusieran otros finales.
Desenlace a “Tarántula” de Guillermo Samperio,
por Abraham Sánchez Guevara.
Corría por largos corredores hasta que atendieron a Delia. Tuvo que ser internada. Mateo olvidó aquella semana, quedó como un hueco que dividía el temor de perder a Delia con la proclamación del definitivo rechazo hacia él. Recordaba las miradas de repulsión del jurado cuando era llevado hacia un auto para transportarlo a un sanatorio mental a consecuencia de la reciente muerte de Delia en el hospital. No se resignaba a quedar preso en nombre de su salud, pensaba que en realidad lo que importaba a la gente era ver que alguien pagara por una muerte, aun cuando hubiese sido accidental. El pretexto de recuperación psicológica convenció hasta a sus padres, y muchos lo veían como un ser perdido que debería estar agradecido por no haber sido condenado a morir. Lo más doloroso era no ver más la brillante luz de los ojos de Delia. Creía que quizá ella le envió un mensaje por medio del médico, el cual no se lo había querido transmitir. Tenía una esperanza contemplando al pasado, el deseo de que al menos Delia no hubiera sufrido en algún despertar o en algún sueño y que su recuerdo hubiese quedado en el momento en que la acariciaba. Supuso que su desmayo llegó casi imperceptiblemente como el sueño… Mas nada lo sabría con certeza.
Iba en el pasillo acompañado de dos guardias, se dirigían hacía fuera cuando de pronto soltó un manotazo al guardia de su izquierda y sintió sus manos extras llenándose de energía y fuerza. A los pocos minutos corría como una bestia en fuga rumbo al bosque y con el rostro de Delia en su mente, mientras soltaba algunas lágrimas fugándose a su vez de sus ojos y secándose por el viento. Corrió hasta llegar a las afueras, donde con más ahínco fue hasta la carretera, de la cual salió para meterse entre los arbustos. Llegó al claro, miró al gran árbol y cayó exhausto; se arrastró hasta que vio una caverna, en la que se refugió. ¡Era todo tan oscuro!, pese a estar a tan sólo unos pasos de la luz primaveral, que no pudo evitar dormir. Quién sabe cuánto tiempo estuvo dentro, despertó con hambre y salió a ver qué comería, tomó unas frutillas rojas pues no quiso penetrar mucho en el bosque porque le temía, aunque sabía que debía adaptarse a su nuevo hogar… Al regresar a la cueva, se colaba una luz intensa y dorada, y vio una gran telaraña en cuyo centro refulgía como gema una tarántula. Entonces notó todo lo que había cambiado su vida, de ser un niño apacible a un joven a menudo apasionado y ahora un hombre completamente solo. «Ya nadie aparte del cielo me abrazará», pensó. La tarántula supo que Mateo estaba ahí y caminó hacia la pared. Mateo la seguía con la mirada y vio cómo pasó sobre unos caracteres tallados que no entendía y se metió luego en un agujero. Mateo durmió allí, soportando el frío, la oscuridad y el miedo. Pasó el tiempo, adaptándose al bosque y éste a Mateo, decorando un par de árboles viejos con tallados y con nichos donde puso estatuas, varias burdas y una parecida a Delia, hechas por su espátula de piedra y su navaja china. Se había acostumbrado a sus manos extras y las usaba con mayor destreza. Un día sintió otro cosquilleo en el cuerpo, como escalofrío, y vio que sus cabellos emblanquecían y entonces miró varias arrugas entre las venas pronunciadas de sus manos.
Al ver gente se escondía y si se acercaban rugía desde la cueva. Pero un día vio unos policías con el guardabosques buscando algo; traían linternas y armas, y entraron en la cueva escrutando cada rincón hasta que vieron a Mateo encorvado entre el piso y la pared, mirándolos a los ojos. Le pidieron explicaciones que no les dio y, apuntándole, lo hicieron salir y lo llevaron a la patrulla. Con una mirada triste se despidió de sus amigos y se fue con los uniformados. De la comisaría pasó al hospital, y fue llevado ante el médico que había atendido a Delia. Fue enviado de inmediato al sanatorio, y para las primeras horas del siguiente día se hallaba ya en el recinto con su camisa de fuerza. Muchos reporteros lo han visitado y fotografiado, pero ninguno lo ha entrevistado. Oyó que su caso asombró mucho a la gente y a investigadores serios y no tan serios, y que en Internet se hacían encuestas a las personas y se había hecho una página web que hablaba de él como un ente paranormal; los verdaderos tejetrampas virtualizaban los anhelos de millones de moscas, chupando su sangre sabor moneda con un perceptible olor a humano.
Su corazón ya late lento, sabe que morirá al amanecer, cuando el alba llame a los gallos y casi lo ciegue de luz mientras los faros del recinto se apagan con un gemido, cuando la gente empiece a salir de sus casas y haga ruido, y los padres lleven a los niños a la escuela.
Descubrió al poco rato a una muchacha que lo miraba y se fue corriendo, tropezó y sola se perdió entre un parque.
Lo han arrojado a abrazarse a sí mismo dentro de esa camisa, soltando apenas un murmullo de lluvia por su boca. Con sus dedos que rozan la fibra del overol y su voz bajita, toca melodías que se oyen a sí mismas y quizá formen parte de las marcas a veces, a veces recordadas en aquellos muros.
Texto con ambos finales publicado en la antología:
Terminemos el cuento. III Premio Internacional de Literatura, Unión Latina-Alfaguara, “Serie Roja”, Madrid, 2001.
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viernes, 25 de septiembre de 2015
Booktrailer de novela Boceto de mar ennegrecido
https://youtu.be/ZnEm2BzAyyc
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miércoles, 8 de abril de 2015
El doctorado del conformismo
Cuando se ha llegado a un nivel considerable de desarrollo intelectual y de conocimiento (como lo implica una licenciatura o una maestría en una universidad pública o reconocida por el Estado), en lugar de mantenerse en ese nivel o de aumentarlo, he observado que en el doctorado la tendencia es regresar a un nivel básico. Por supuesto, he dicho la tendencia conforme a lo que yo he observado en varios estudiantes, profesores y políticas institucionales doctorales. Sería una mentira o una estupidez afirmar que todos los doctores o doctorantes padecen de esto, pues sin duda hay gente brillante, propositiva y crítica. Me explico.
¿Qué demuestra un título universitario y qué debería mostrar? ¿Conocimiento, capacidad de análisis y síntesis, capacidad de proponer soluciones? Cada vez he escuchado menos estas respuestas y más las de que un título de posgrado demuestra capacidad de investigación y de adaptación a los parámetros institucionales. Por un lado, es innegable que las primeras cualidades mencionadas se pueden desarrollar al margen de los estudios de posgrado y en ocasiones incluso al margen de la educación universitaria, pero por otro lado, ¿qué no eran y deberían ser también objetivos de la educación? En la carrera por la supervivencia y por el éxito en la sociedad burguesa estos objetivos se desdibujan desde los jóvenes estudiantes hasta las autoridades educativas, pues la mayoría parece buscar el beneficio personal que se traduce en un buen sueldo y la acumulación de capital simbólico o estatus. Si hay que hacer posgrados para obtener eso, pues hagámoslos, y si lo que se necesita ya no es una aportación social y ni siquiera intelectual, sino simplemente someterse a lo que digan los superiores para poder ascender, justo como en la jerarquía castrense, pues hagámoslo…
De este modo, el cinismo vulgar, de por sí rampante en nuestra sociedad, gana terreno y, como en un círculo o rueda de la fortuna, de estar en un punto elevado pasamos a un punto muy bajo: de aprender a formular hipótesis, a investigar, a dudar, a argumentar, a investigar según nuestras inquietudes, a generar nuestra propia metodología y conjuntarla con otras, a encontrar retos y aventuras intelectuales, pasamos a aprender a ejecutar lo que digan los asesores de tesis aunque se contradigan entre sí o incluso a sí mismos en cuestión de semanas, a investigar temas de moda o no muy polémicos, a seguir el machote de algún teórico de renombre, a venerar sumisamente a los doctores como queremos que lo hagan con nosotros cuando lo seamos, en una lógica perversa, a recurrir constantemente a las falacias, como la de autoridad o en las que se ejerce algún tipo de coacción como el retiro de becas o de apoyo para publicaciones. Sin embargo, como somos intelectuales, hombres o mujeres de ciencia, tenemos un velo de superioridad que nos justifica. Si los jóvenes no del todo convencidos de estudiar el bachillerato pudieran ver esto se preguntarían: “¿O sea que no es cierto que estudiar más me haga más crítico, propositivo y ético?” O quizá concluirían: “Ya veo que los posgrados y las especializaciones no son tan diferentes de dedicarse a cualquier otra cosa, buscando ganar más, sólo que estos tienen más prestigio”.
La crisis educativa y de conocimiento que vivimos en la actualidad a nivel mundial se debe también a que como humanistas y científicos, es decir, como gente que cultiva el intelecto, no hemos sabido defender nuestro quehacer con hechos, con congruencia, sino que, igual que cualquier capitalista o explotado sin estudio, hemos buscado sacar la mejor tajada. No nos hemos destacado mucho éticamente. Por eso también no creen en nosotros ni en la gran importancia de nuestra labor. Esto no es nuevo. Recordemos por ejemplo el Elogio de la locura de Erasmo. Sin embargo, en la sociedad del siglo XXI ya reventó. La exclusión para la mayoría de la población a los estudios preuniversitarios, universitarios y aún más de posgrado, ha llegado a cifras grotescas que superan el 90% de los solicitantes. De los pocos que quedan, muchas veces lejos de solidarizarse al menos empáticamente con los rechazados, legitiman la exclusión de la cual ellos, hasta ahora, no han sido víctimas, sino supuestos vencedores.
¿Por qué en los posgrados se les da preferencia (más bien habría que decir que son casi los únicos en ser aceptados) a quienes no trabajan y se dedican de tiempo completo al estudio? Esto ya suele implicar un evidente sesgo socioeconómico: quienes tengan que trabajar no tienen muchas posibilidades de estudiar un posgrado, a menos que oculten su empleo, lo que los pondría en una situación vulnerable. Por otro lado, a los trabajadores, sobre todo docentes, se les exige preparación, ¿pero cómo la van a obtener si los excluyen de los posgrados? No resulta sorprendente, pues, que un buen porcentaje de los estudiantes de posgrado sean personas de clase acomodada, con influencias y extranjeros, de quienes muchos creen que por el sólo hecho de tenerlos en la matrícula la institución gana prestigio.
Mención aparte merecen los distintos tipos de acoso, plagio y abuso de poder que abundan en las instituciones educativas que, con una fachada de universidad pública y de santuario del saber enmascaran una corrupción equiparable a la de cualquier otra institución gubernamental o privada, como denuncié hace un par de años en la UAM-Iztapalapa.
La única alternativa siempre ha estado en quienes se desempeñan con pleno respeto y vocación como profesores o estudiantes y alzan la voz individual o, mejor aún, colectivamente. El presente y el futuro de las humanidades y las ciencias dependen sólo de ellos.
¿Qué demuestra un título universitario y qué debería mostrar? ¿Conocimiento, capacidad de análisis y síntesis, capacidad de proponer soluciones? Cada vez he escuchado menos estas respuestas y más las de que un título de posgrado demuestra capacidad de investigación y de adaptación a los parámetros institucionales. Por un lado, es innegable que las primeras cualidades mencionadas se pueden desarrollar al margen de los estudios de posgrado y en ocasiones incluso al margen de la educación universitaria, pero por otro lado, ¿qué no eran y deberían ser también objetivos de la educación? En la carrera por la supervivencia y por el éxito en la sociedad burguesa estos objetivos se desdibujan desde los jóvenes estudiantes hasta las autoridades educativas, pues la mayoría parece buscar el beneficio personal que se traduce en un buen sueldo y la acumulación de capital simbólico o estatus. Si hay que hacer posgrados para obtener eso, pues hagámoslos, y si lo que se necesita ya no es una aportación social y ni siquiera intelectual, sino simplemente someterse a lo que digan los superiores para poder ascender, justo como en la jerarquía castrense, pues hagámoslo…
De este modo, el cinismo vulgar, de por sí rampante en nuestra sociedad, gana terreno y, como en un círculo o rueda de la fortuna, de estar en un punto elevado pasamos a un punto muy bajo: de aprender a formular hipótesis, a investigar, a dudar, a argumentar, a investigar según nuestras inquietudes, a generar nuestra propia metodología y conjuntarla con otras, a encontrar retos y aventuras intelectuales, pasamos a aprender a ejecutar lo que digan los asesores de tesis aunque se contradigan entre sí o incluso a sí mismos en cuestión de semanas, a investigar temas de moda o no muy polémicos, a seguir el machote de algún teórico de renombre, a venerar sumisamente a los doctores como queremos que lo hagan con nosotros cuando lo seamos, en una lógica perversa, a recurrir constantemente a las falacias, como la de autoridad o en las que se ejerce algún tipo de coacción como el retiro de becas o de apoyo para publicaciones. Sin embargo, como somos intelectuales, hombres o mujeres de ciencia, tenemos un velo de superioridad que nos justifica. Si los jóvenes no del todo convencidos de estudiar el bachillerato pudieran ver esto se preguntarían: “¿O sea que no es cierto que estudiar más me haga más crítico, propositivo y ético?” O quizá concluirían: “Ya veo que los posgrados y las especializaciones no son tan diferentes de dedicarse a cualquier otra cosa, buscando ganar más, sólo que estos tienen más prestigio”.
La crisis educativa y de conocimiento que vivimos en la actualidad a nivel mundial se debe también a que como humanistas y científicos, es decir, como gente que cultiva el intelecto, no hemos sabido defender nuestro quehacer con hechos, con congruencia, sino que, igual que cualquier capitalista o explotado sin estudio, hemos buscado sacar la mejor tajada. No nos hemos destacado mucho éticamente. Por eso también no creen en nosotros ni en la gran importancia de nuestra labor. Esto no es nuevo. Recordemos por ejemplo el Elogio de la locura de Erasmo. Sin embargo, en la sociedad del siglo XXI ya reventó. La exclusión para la mayoría de la población a los estudios preuniversitarios, universitarios y aún más de posgrado, ha llegado a cifras grotescas que superan el 90% de los solicitantes. De los pocos que quedan, muchas veces lejos de solidarizarse al menos empáticamente con los rechazados, legitiman la exclusión de la cual ellos, hasta ahora, no han sido víctimas, sino supuestos vencedores.
¿Por qué en los posgrados se les da preferencia (más bien habría que decir que son casi los únicos en ser aceptados) a quienes no trabajan y se dedican de tiempo completo al estudio? Esto ya suele implicar un evidente sesgo socioeconómico: quienes tengan que trabajar no tienen muchas posibilidades de estudiar un posgrado, a menos que oculten su empleo, lo que los pondría en una situación vulnerable. Por otro lado, a los trabajadores, sobre todo docentes, se les exige preparación, ¿pero cómo la van a obtener si los excluyen de los posgrados? No resulta sorprendente, pues, que un buen porcentaje de los estudiantes de posgrado sean personas de clase acomodada, con influencias y extranjeros, de quienes muchos creen que por el sólo hecho de tenerlos en la matrícula la institución gana prestigio.
Mención aparte merecen los distintos tipos de acoso, plagio y abuso de poder que abundan en las instituciones educativas que, con una fachada de universidad pública y de santuario del saber enmascaran una corrupción equiparable a la de cualquier otra institución gubernamental o privada, como denuncié hace un par de años en la UAM-Iztapalapa.
La única alternativa siempre ha estado en quienes se desempeñan con pleno respeto y vocación como profesores o estudiantes y alzan la voz individual o, mejor aún, colectivamente. El presente y el futuro de las humanidades y las ciencias dependen sólo de ellos.
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Boceto de mar ennegrecido
Link de mi novela:
http://es.scribd.com/doc/261314809/Boceto-de-Mar-Ennegrecido#scribd
Boceto de mar ennegrecido es el hilarante esbozo de un absurdo paisaje detectivesco trazado desde la irónica lectura de la tradición literaria. Jonás Suárez, profesor de preparatoria y aspirante a novelista, desaparece misteriosamente. Carmen Garza, estudiante de sociología con experiencia en investigación académica, es contratada para encontrarlo. La pesquisa descubrirá los secretos vicios de un sistema: desde la cofradía del sindicato escolar hasta el sabotaje de una investigación científica sobre los búhos.
Jonás Suárez desafía la lógica artificiosa del género policial para exhibir una auténtica poética literaria que hace del escritor un “artista del vivir”. Si la novela policial pone de manifiesto la imposibilidad de descifrar el enigma que es la existencia, Boceto de mar ennegrecido demostrará, con humor descabellado, lo contrario: la posibilidad de perderse y encontrarse. Aquí, cada pista es el fragmento de un mundo inasible donde se articula improvisadamente la política, la literatura y la realidad. Jonás Suárez se pierde y, en el periplo de su búsqueda, los lectores encontramos, con un poco de astucia y ahogados en un mar de risa, a Abraham Sánchez.
ISAURA CONTRERAS RÍOS.
http://es.scribd.com/doc/261314809/Boceto-de-Mar-Ennegrecido#scribd
Boceto de mar ennegrecido es el hilarante esbozo de un absurdo paisaje detectivesco trazado desde la irónica lectura de la tradición literaria. Jonás Suárez, profesor de preparatoria y aspirante a novelista, desaparece misteriosamente. Carmen Garza, estudiante de sociología con experiencia en investigación académica, es contratada para encontrarlo. La pesquisa descubrirá los secretos vicios de un sistema: desde la cofradía del sindicato escolar hasta el sabotaje de una investigación científica sobre los búhos.
Jonás Suárez desafía la lógica artificiosa del género policial para exhibir una auténtica poética literaria que hace del escritor un “artista del vivir”. Si la novela policial pone de manifiesto la imposibilidad de descifrar el enigma que es la existencia, Boceto de mar ennegrecido demostrará, con humor descabellado, lo contrario: la posibilidad de perderse y encontrarse. Aquí, cada pista es el fragmento de un mundo inasible donde se articula improvisadamente la política, la literatura y la realidad. Jonás Suárez se pierde y, en el periplo de su búsqueda, los lectores encontramos, con un poco de astucia y ahogados en un mar de risa, a Abraham Sánchez.
ISAURA CONTRERAS RÍOS.
viernes, 19 de diciembre de 2014
Hoy y siempre es posible la revolución
El título del artículo "¿Por qué hoy no es posible la revolución?" es por de más tendencioso. Cualquiera que lo lea pensaría que es de un autor de derecha. Por lo que hemos visto, Byung-Chun Han no lo es, pero este artículo me hace sospechar de él como alguien más fashion que Zizek. Si bien es cierto que el concepto de revolución ha cambiado y tiene que hacerlo, también es cierto que es imprescindible desde la izquierda, o si ya tampoco se quiere usar "izquierda", desde el pensamiento crítico. Decir que no es posible la revolución es de una soberbia y además de una ingenuidad enormes, pues no se puede saber el presente ni el futuro con tanta certeza; es entonces propaganda neoliberal, aunque se analice y describa al monstruo del neoliberalismo, que necesita ideólogos que mantengan el mito de que es todopoderoso. Hasta la Hidra de cabezas que renacían tuvo un fin.
Por ejemplo, la falacia de decir que no existe enajenación sólo porque hay euforia, como si las drogas que provocan euforia no fueran enajenantes, y esto no es para defender a Marx, sino para defender el concepto de enajenación, fundamental para criticar al sistema. Otro argumento contra los más racionales antirrevolucionarios es que la revolución ni siquiera depende de la lógica de los intelectuales: suele tener muchas sorpresas, como la vida misma y la creatividad. La pueden aplastar y denigrar, pero tarde o temprano resurgirá.
Por ejemplo, la falacia de decir que no existe enajenación sólo porque hay euforia, como si las drogas que provocan euforia no fueran enajenantes, y esto no es para defender a Marx, sino para defender el concepto de enajenación, fundamental para criticar al sistema. Otro argumento contra los más racionales antirrevolucionarios es que la revolución ni siquiera depende de la lógica de los intelectuales: suele tener muchas sorpresas, como la vida misma y la creatividad. La pueden aplastar y denigrar, pero tarde o temprano resurgirá.
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lunes, 22 de septiembre de 2014
Metal y política
Ensayo presentado en el coloquio Expresiones sonoras, diversidad musical. ENAH, 4 de septiembre de 2014.
https://www.academia.edu/8339826/Metal_y_politica
https://www.academia.edu/8339826/Metal_y_politica
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domingo, 1 de diciembre de 2013
1968, resignación o resurrección
En mi experiencia, y creo que en la de muchos mexicanos, cuando se recuerda el 68 necesariamente se habla de la masacre del 2 de octubre y prácticamente sólo eso, sin ahondar mucho.
Esto nos genera, lógicamente, una actitud de enojo y tristeza que hace que mucha gente prefiera evadir el tema, como el de otras tragedias que se van olvidando. Otros salen a las calles o de diversas maneras expresan su repudio a la represión estudiantil siempre latente.
Sin embargo, ¿eso es todo?, ¿insultar a los poderosos de antes y ahora, hacer pintas y carteles, ponernos "de pechito" muy cristianamente, flagelarnos, hacer altares y tzompantlis, idolatrar a los sobrevivientes, despreciar a quienes no se unen a este ritual? ¿No hubo otra cosa en 1968 en México, como parte del clima que venía de Praga y París? ¿Qué querían las víctimas, lograron algo además de ser sacrificados? Más aún, ¿cómo podemos recuperar lo que dejaron inconcluso ahora y resucitar la revolución en este siglo?
Esto nos genera, lógicamente, una actitud de enojo y tristeza que hace que mucha gente prefiera evadir el tema, como el de otras tragedias que se van olvidando. Otros salen a las calles o de diversas maneras expresan su repudio a la represión estudiantil siempre latente.
Sin embargo, ¿eso es todo?, ¿insultar a los poderosos de antes y ahora, hacer pintas y carteles, ponernos "de pechito" muy cristianamente, flagelarnos, hacer altares y tzompantlis, idolatrar a los sobrevivientes, despreciar a quienes no se unen a este ritual? ¿No hubo otra cosa en 1968 en México, como parte del clima que venía de Praga y París? ¿Qué querían las víctimas, lograron algo además de ser sacrificados? Más aún, ¿cómo podemos recuperar lo que dejaron inconcluso ahora y resucitar la revolución en este siglo?
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sábado, 16 de noviembre de 2013
Haikus varios
Aire de invierno gris
Veo tus ojos
Sonrío con el calor
*
Baño de luz en la noche
Camino de aventura
Estar contigo
*
Todo es inseguro
Pero te amo
Y soy muy feliz
*
Tu pie se balancea
Lo quisiera besar
*
Ahora es primavera
Siento la luz del sol
Como en mi infancia
*
Haikus metaleros
I
La gente quiere cosas dulces
aunque sean falsas o empalagosas,
son niños pervertidos.
II
El metal es contundente,
un mazazo, volar rápido,
eso a muchos no les gusta.
En el corazón de la Tierra hay vientos de metal.
*
En la tarde gris de viento fuerte
la llama de nuestro amor arde con brío.
*
Un trazo de fuego en el cielo azul
y los árboles oscurecen.
*
No pude evitar mojarme
por la suave lluvia
Disfruto sus besos
*
Sor Juana
Faetón femenino
radiante renaces
cual ángel caído.
*
Oyendo heavy metal
Del tubo del rápido metrobús
El viento en mi rostro
*
Virginia, mi madre,
Es una niña sonriente
A la que quiero imitar
*
Se mueven las plantas
por el viento.
Niños de pelo alborotado.
Algunos de estos haikus se publicaron, algunos en versiones anteriores, aquí:
http://cuadrivio.net/2011/12/el-haiku-hispanoamericano-entre-la-iluminacion-y-la-banalidad/
Abraham Sánchez Guevara
Veo tus ojos
Sonrío con el calor
*
Baño de luz en la noche
Camino de aventura
Estar contigo
*
Todo es inseguro
Pero te amo
Y soy muy feliz
*
Tu pie se balancea
Lo quisiera besar
*
Ahora es primavera
Siento la luz del sol
Como en mi infancia
*
Haikus metaleros
I
La gente quiere cosas dulces
aunque sean falsas o empalagosas,
son niños pervertidos.
II
El metal es contundente,
un mazazo, volar rápido,
eso a muchos no les gusta.
En el corazón de la Tierra hay vientos de metal.
*
En la tarde gris de viento fuerte
la llama de nuestro amor arde con brío.
*
Un trazo de fuego en el cielo azul
y los árboles oscurecen.
*
No pude evitar mojarme
por la suave lluvia
Disfruto sus besos
*
Sor Juana
Faetón femenino
radiante renaces
cual ángel caído.
*
Oyendo heavy metal
Del tubo del rápido metrobús
El viento en mi rostro
*
Virginia, mi madre,
Es una niña sonriente
A la que quiero imitar
*
Se mueven las plantas
por el viento.
Niños de pelo alborotado.
Algunos de estos haikus se publicaron, algunos en versiones anteriores, aquí:
http://cuadrivio.net/2011/12/el-haiku-hispanoamericano-entre-la-iluminacion-y-la-banalidad/
Abraham Sánchez Guevara
sábado, 9 de noviembre de 2013
Cerezo y águila
En el interior de la oscura tierra germinó la semilla, tierna. Brotó lo que sería una rama verde brillante. Con el paso de los días y los años el cerezo deleitaba con su aroma, su belleza y su sombra.
Un águila joven se posó en el árbol una tarde. Le gustó tanto ese lugar que permaneció ahí muchos días. A pesar de no ser una cueva, por alguna extraña razón lo protegía del frío. El ave volaba, a veces cerca y a veces lejos, pero siempre regresaba al cerezo porque era su mejor compañero. El bello árbol también disfrutaba de que el águila se posara en sus ramas e incluso comiera de sus ricos frutos. Apenas sentían la cercanía del otro, uno aceleraba el vuelo y gritaba y el otro movía sus ramas como agitadas por el viento del aleteo, aún más que si fueran de la misma especie.
En otra leyenda, el Maestro Almendro dibujó con su uña un barco en la piel de la esclava que era el espíritu encarnado, para que pudiera escapar de toda cárcel. En esta historia el cerezo y el águila se marcaron, uno con las garras en las ramas, el otro con una tintura en la piel del pájaro, signos cuya descripción aquí sería inútil y cuyo significado es inefable.
El águila vuela grandes distancias, intentando no perder su ubicación, recordando una flor del cerezo que funge como rosa de los vientos.
El árbol va abriéndose camino en la tierra con sus raíces, que nunca olvida, y en el cielo con sus ramas, sólo para los ingenuos está inmóvil. En su exquisita delicadeza tiene también la fuerza que tendrían cientos de seres.
Un águila joven se posó en el árbol una tarde. Le gustó tanto ese lugar que permaneció ahí muchos días. A pesar de no ser una cueva, por alguna extraña razón lo protegía del frío. El ave volaba, a veces cerca y a veces lejos, pero siempre regresaba al cerezo porque era su mejor compañero. El bello árbol también disfrutaba de que el águila se posara en sus ramas e incluso comiera de sus ricos frutos. Apenas sentían la cercanía del otro, uno aceleraba el vuelo y gritaba y el otro movía sus ramas como agitadas por el viento del aleteo, aún más que si fueran de la misma especie.
En otra leyenda, el Maestro Almendro dibujó con su uña un barco en la piel de la esclava que era el espíritu encarnado, para que pudiera escapar de toda cárcel. En esta historia el cerezo y el águila se marcaron, uno con las garras en las ramas, el otro con una tintura en la piel del pájaro, signos cuya descripción aquí sería inútil y cuyo significado es inefable.
El águila vuela grandes distancias, intentando no perder su ubicación, recordando una flor del cerezo que funge como rosa de los vientos.
El árbol va abriéndose camino en la tierra con sus raíces, que nunca olvida, y en el cielo con sus ramas, sólo para los ingenuos está inmóvil. En su exquisita delicadeza tiene también la fuerza que tendrían cientos de seres.
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jueves, 6 de junio de 2013
Al estudiante
Sé que a veces preferirías salir
o estar en tu casa jugando videojuegos.
Sé que no es fácil.
Tal vez falta amor
o no ha podido salir.
Quizá debes trabajar, mantener hijos,
una abuela enferma
o sobrevivir a padres tiranos.
Quizá caíste un día en un hoyo
que te llevó a otro mundo,
como Alicia.
Pero cuando te veo sonreír por una chispa,
provocada por un texto o un comentario,
cuando te veo esforzarte por escribir una frase,
superando la pereza y el tedio,
por expresar una idea,
por entender una metáfora o una oración rebuscada,
cuando veo que hay algo en ti que lucha para que crezcas,
que intenta romper yugos,
que desmiente las estadísticas de este infierno de Dante,
de crueldad, abuso y estupidez,
cuando eso ocurre
salgo alegre del salón
y sé que vale la pena luchar
contra los esbirros
que en la misma escuela tienen el poder.
Abraham Sánchez Guevara
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miércoles, 13 de marzo de 2013
Escuela
Escuela. Manicomio. Asilo. Reclusorio. Iglesia. Fábrica.
En alguno de estos lugares estaremos condenados hasta morir.
Los de arriba, desde la torre, vigilan los que consideran su propiedad, juegan al ajedrez sin saber muchas veces que son jugados a su vez por alguien más. Están fascinados por estar en la torre idolatrada y harían cualquier cosa, o casi, por permanecer ahí. Es la prioridad de su existencia. Son los más ingenuos porque, siendo igual de esclavos, creen que no lo son.
Los de en medio son considerados, igual que los de abajo, propiedad de los de arriba, pero deben creer que tienen muchas posibilidades de subir hasta la torre. Con esta promesa pueril se consigue que realicen el trabajo más sucio, que no es recoger basura o excremento, sino encargarse del sometimiento de los de abajo y desplazar a sus iguales para evitar que le den a otro su codiciado ascenso. Por este trabajo reciben algunos privilegios y migajas, que aumentan entre mejor lo realicen.
Algunos quieren ser redentores y, aunque su intención es noble, suelen caer muy pronto en la corrupción más grande: aparentar ser enemigos de los de arriba, aparentar, incluso ante sí mismos, querer derrocar la torre y las instalaciones de sometimiento e irse colocando en realidad en esa estructura o en otra, esencialmente igual.
Los de en medio pueden todavía hacer conciencia de que también están abajo y son utilizados, de que la torre no debe ser idolatrada, sino derrocada poco a poco y día con día, y aliarse con los de más abajo sin detentar el poder sobre ellos, sino apoyándolos con recursos, como la educación rebelde, y aprendiendo también de ellos muchas cosas que ni imaginaban.
Los de abajo son los despreciados de todos, hasta de sí mismos. Son los que mantienen el mundo como es. Todos sabemos que son las víctimas aunque muchos justifiquen su situación. Pero son también los peores verdugos al seguir manteniendo a los de arriba y a este sistema. Hace mucho que se dijo que de ellos depende el sistema de opresión (y por ende, la liberación): si ellos no sirvieran, los de arriba no tendrían ninguna riqueza ni poder. Hace mucho que se dijo que sólo de ellos (no de alguien de arriba o de un ser imaginario) depende su liberación.
También a los de abajo se les ha hecho creer que pueden ascender haciendo trabajos sucios, empezando por ser seres abyectos, siervos sumisos. Desprecian a los que son como ellos, temen participar en rebeliones con sus pares porque el castigo puede ser incluso la muerte suya o de sus seres queridos. Sin embargo hay quienes se rebelan con valor y astucia, no para ascender a una torre, sino para derrocarla, y en los hechos han logrado desmantelar muchas instalaciones e incluso crear espacios de libertad y prosperidad real y colectiva. Muchos de estos proyectos fracasan, sin embargo el solo hecho de haber logrado mermar al sistema, de haber logrado la solidaridad humana, hace de estas vidas las más valiosas de todas.
En alguno de estos lugares estaremos condenados hasta morir.
Los de arriba, desde la torre, vigilan los que consideran su propiedad, juegan al ajedrez sin saber muchas veces que son jugados a su vez por alguien más. Están fascinados por estar en la torre idolatrada y harían cualquier cosa, o casi, por permanecer ahí. Es la prioridad de su existencia. Son los más ingenuos porque, siendo igual de esclavos, creen que no lo son.
Los de en medio son considerados, igual que los de abajo, propiedad de los de arriba, pero deben creer que tienen muchas posibilidades de subir hasta la torre. Con esta promesa pueril se consigue que realicen el trabajo más sucio, que no es recoger basura o excremento, sino encargarse del sometimiento de los de abajo y desplazar a sus iguales para evitar que le den a otro su codiciado ascenso. Por este trabajo reciben algunos privilegios y migajas, que aumentan entre mejor lo realicen.
Algunos quieren ser redentores y, aunque su intención es noble, suelen caer muy pronto en la corrupción más grande: aparentar ser enemigos de los de arriba, aparentar, incluso ante sí mismos, querer derrocar la torre y las instalaciones de sometimiento e irse colocando en realidad en esa estructura o en otra, esencialmente igual.
Los de en medio pueden todavía hacer conciencia de que también están abajo y son utilizados, de que la torre no debe ser idolatrada, sino derrocada poco a poco y día con día, y aliarse con los de más abajo sin detentar el poder sobre ellos, sino apoyándolos con recursos, como la educación rebelde, y aprendiendo también de ellos muchas cosas que ni imaginaban.
Los de abajo son los despreciados de todos, hasta de sí mismos. Son los que mantienen el mundo como es. Todos sabemos que son las víctimas aunque muchos justifiquen su situación. Pero son también los peores verdugos al seguir manteniendo a los de arriba y a este sistema. Hace mucho que se dijo que de ellos depende el sistema de opresión (y por ende, la liberación): si ellos no sirvieran, los de arriba no tendrían ninguna riqueza ni poder. Hace mucho que se dijo que sólo de ellos (no de alguien de arriba o de un ser imaginario) depende su liberación.
También a los de abajo se les ha hecho creer que pueden ascender haciendo trabajos sucios, empezando por ser seres abyectos, siervos sumisos. Desprecian a los que son como ellos, temen participar en rebeliones con sus pares porque el castigo puede ser incluso la muerte suya o de sus seres queridos. Sin embargo hay quienes se rebelan con valor y astucia, no para ascender a una torre, sino para derrocarla, y en los hechos han logrado desmantelar muchas instalaciones e incluso crear espacios de libertad y prosperidad real y colectiva. Muchos de estos proyectos fracasan, sin embargo el solo hecho de haber logrado mermar al sistema, de haber logrado la solidaridad humana, hace de estas vidas las más valiosas de todas.
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Por fortuna
Por fortuna
el conocimiento no se limita a las instituciones
la belleza no se puede ocultar siempre
el rock no es sólo rockstars
el amor no se rinde fácilmente.
Abraham Sánchez Guevara
el conocimiento no se limita a las instituciones
la belleza no se puede ocultar siempre
el rock no es sólo rockstars
el amor no se rinde fácilmente.
Abraham Sánchez Guevara
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sábado, 6 de octubre de 2012
Guitarra
Guitarra
I
Un día te toco
Y danzas con las cuerdas de mi alma
No importa que hayan pasado siglos
Tu resonancia fluye en mi vacío
Agua que nace de las rocas
Madera que trae al bosque
II
Tocar
entre lo audible
y lo inaudible
Andar
entre el fuego y el viento rápido
y el adormecimiento
Sentir
entre la agilidad, la nota precisa y rica
y la torpeza de un simio conmovido
Soltar
y tomar
a la guitarra con los brazos y las piernas
Abraham Sánchez Guevara
I
Un día te toco
Y danzas con las cuerdas de mi alma
No importa que hayan pasado siglos
Tu resonancia fluye en mi vacío
Agua que nace de las rocas
Madera que trae al bosque
II
Tocar
entre lo audible
y lo inaudible
Andar
entre el fuego y el viento rápido
y el adormecimiento
Sentir
entre la agilidad, la nota precisa y rica
y la torpeza de un simio conmovido
Soltar
y tomar
a la guitarra con los brazos y las piernas
Abraham Sánchez Guevara
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martes, 17 de enero de 2012
El camino del lobo
Hay un camino,
poco hollado,
donde han andado
quienes no aceptan
el piso brillante,
millones de veces
limpiado de sangre.
Es el camino del lobo,
con fama de asesino
pero fiel y noble
como si fuera un niño.
Sobreviviente de crueles inviernos,
alguna vez amigo de Asís,
envidiado y temido
por no ser servil.
Los caminos del simio neurótico
lo que ya sabemos ofrecen:
sometimiento, deslealtad, insatisfacción.
No sé si nuestra especie
pueda algún día ser libre de eso.
Mirando el camino del lobo
me inspiro.
Abraham Sánchez Guevara
poco hollado,
donde han andado
quienes no aceptan
el piso brillante,
millones de veces
limpiado de sangre.
Es el camino del lobo,
con fama de asesino
pero fiel y noble
como si fuera un niño.
Sobreviviente de crueles inviernos,
alguna vez amigo de Asís,
envidiado y temido
por no ser servil.
Los caminos del simio neurótico
lo que ya sabemos ofrecen:
sometimiento, deslealtad, insatisfacción.
No sé si nuestra especie
pueda algún día ser libre de eso.
Mirando el camino del lobo
me inspiro.
Abraham Sánchez Guevara
sábado, 24 de diciembre de 2011
Epitafio a los árboles de navidad
Los arrancaron de la sagrada tierra
Para decorar sus casas en sus rituales vanos
Unos dicen que ayuda a la economía,
Que incluso ahora se siembran más.
Eso no lo hace menos criminal.
Les gustan los cadáveres adornados
Su dios es el mejor ejemplo
Y su propia vida también:
Un desprecio de la tierra
Un terror a la inteligencia.
Sin embargo, los árboles
Aún en la muerte son hermosos
No por las esferas ni las cintas ni las luces
Menos aún por las cajas de regalos
Sino porque se mantienen en pie
Abraham Sánchez Guevara
Para decorar sus casas en sus rituales vanos
Unos dicen que ayuda a la economía,
Que incluso ahora se siembran más.
Eso no lo hace menos criminal.
Les gustan los cadáveres adornados
Su dios es el mejor ejemplo
Y su propia vida también:
Un desprecio de la tierra
Un terror a la inteligencia.
Sin embargo, los árboles
Aún en la muerte son hermosos
No por las esferas ni las cintas ni las luces
Menos aún por las cajas de regalos
Sino porque se mantienen en pie
Abraham Sánchez Guevara
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domingo, 9 de octubre de 2011
La creación del piñón
Abraham Sánchez
Sucedió que una monja soñó que besaba y tomaba unos pezones duros y encendidos. Dios, al ver eso, la hizo despertar, y de castigo para frustrar su sueño, puso entre sus dedos, en vez de los ensoñados pezones, esas semillitas rosadas conocidas como piñones, con las que las monjas hicieron después exquisitos dulces.
Sucedió que una monja soñó que besaba y tomaba unos pezones duros y encendidos. Dios, al ver eso, la hizo despertar, y de castigo para frustrar su sueño, puso entre sus dedos, en vez de los ensoñados pezones, esas semillitas rosadas conocidas como piñones, con las que las monjas hicieron después exquisitos dulces.
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El contribuyente
Abraham Sánchez
R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4. ¿A alguien le importa? Y sin embargo, era lo primero que le preguntaban.
Este hombre, porque, a pesar de todo, era un hombre, siempre pagaba sus impuestos puntualmente y conservaba todos los papeles que era necesario. El poco tiempo que no empleaba en trabajar o transportarse a través de la gran ciudad, lo empleaba estudiando un diplomado que le exigían en su trabajo para poder seguir contratándolo.
Pero era un terrible criminal, no crean que no.
Sacaba fotocopias.
¡No pagaba derechos de autor! ¡Era cómplice de la piratería! La piratería, que hizo que cayera el católico imperio español. Pero esta no era piratería inglesa y holandesa, sino china y mexicana. Aunque las fotocopiadoras eran de empresas japonesas o estadounidenses. Pero bueno, las fotocopiadoras no tienen la culpa de que se haga mal uso de ellas. ¡Son inocentes! ¡Inocentes!
Decía que no le alcanzaba para comprar libros. De hecho, a veces ni siquiera le alcanzaba para sacar sus copias chafitas en las que a veces salían repetidas páginas o faltaban otras, o no salían bien las letras.
Ap rte de la real zacidn del proveclo pueden exislir otros proccsos imprescindiloles
Pero era un criminal. Eran excusas de criminal.
Sólo había podido rentar, con muchos esfuerzos, un cuartito de dos metros cuadrados, construido con las fotocopias que ya no utilizaba.
El ministerio que cobraba los impuestos en aquel país remoto, esperó con estoica paciencia, característica de su nobleza de espíritu. Pasaron treinta días y el contribuyente con R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4 no había pagado un solo peso. Lo sabían. Sus sospechas eran ciertas.
Al día siguiente fue un empleado, de traje y portafolios, a visitarlo para pedirle amablemente que cumpliera sus obligaciones con el gobierno que le daba todo.
Nadie le abrió la puerta ni respondió a sus gritos. Esas paredes de papel reseco parecían perfectamente herméticas. Un refugio contra bombas.
El ministerio decidió esperar, a sabiendas de que el contribuyente podría estar huyendo a Suiza. Quiso darle otra oportunidad.
Una semana después mandó tanquetas y granaderos.
Les costó casi tres horas derrumbar los muros de papel, entre los que se encontraban todos sus papeles oficiales. No tenía dónde guardarlos, así que los apiló y de ese modo formó esta fortaleza.
Finalmente vieron que en el interior del inmueble se encontraba un objeto encorvado, parecido a un hombre y a una plantita reseca.
No reaccionaba ante el altavoz que le gritaba al oído su nombre y su R.F.C.
Finalmente, como no tenía otra opción, un policía lo tomó del brazo, dispuesto a llevarlo al lugar que era competente.
Pero se quedó con el brazo en la mano. Crujió.
R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4. ¿A alguien le importa? Y sin embargo, era lo primero que le preguntaban.
Este hombre, porque, a pesar de todo, era un hombre, siempre pagaba sus impuestos puntualmente y conservaba todos los papeles que era necesario. El poco tiempo que no empleaba en trabajar o transportarse a través de la gran ciudad, lo empleaba estudiando un diplomado que le exigían en su trabajo para poder seguir contratándolo.
Pero era un terrible criminal, no crean que no.
Sacaba fotocopias.
¡No pagaba derechos de autor! ¡Era cómplice de la piratería! La piratería, que hizo que cayera el católico imperio español. Pero esta no era piratería inglesa y holandesa, sino china y mexicana. Aunque las fotocopiadoras eran de empresas japonesas o estadounidenses. Pero bueno, las fotocopiadoras no tienen la culpa de que se haga mal uso de ellas. ¡Son inocentes! ¡Inocentes!
Decía que no le alcanzaba para comprar libros. De hecho, a veces ni siquiera le alcanzaba para sacar sus copias chafitas en las que a veces salían repetidas páginas o faltaban otras, o no salían bien las letras.
Ap rte de la real zacidn del proveclo pueden exislir otros proccsos imprescindiloles
Pero era un criminal. Eran excusas de criminal.
Sólo había podido rentar, con muchos esfuerzos, un cuartito de dos metros cuadrados, construido con las fotocopias que ya no utilizaba.
El ministerio que cobraba los impuestos en aquel país remoto, esperó con estoica paciencia, característica de su nobleza de espíritu. Pasaron treinta días y el contribuyente con R.F.C.: FGHFSFG7865T69T86P´0*/*-4 no había pagado un solo peso. Lo sabían. Sus sospechas eran ciertas.
Al día siguiente fue un empleado, de traje y portafolios, a visitarlo para pedirle amablemente que cumpliera sus obligaciones con el gobierno que le daba todo.
Nadie le abrió la puerta ni respondió a sus gritos. Esas paredes de papel reseco parecían perfectamente herméticas. Un refugio contra bombas.
El ministerio decidió esperar, a sabiendas de que el contribuyente podría estar huyendo a Suiza. Quiso darle otra oportunidad.
Una semana después mandó tanquetas y granaderos.
Les costó casi tres horas derrumbar los muros de papel, entre los que se encontraban todos sus papeles oficiales. No tenía dónde guardarlos, así que los apiló y de ese modo formó esta fortaleza.
Finalmente vieron que en el interior del inmueble se encontraba un objeto encorvado, parecido a un hombre y a una plantita reseca.
No reaccionaba ante el altavoz que le gritaba al oído su nombre y su R.F.C.
Finalmente, como no tenía otra opción, un policía lo tomó del brazo, dispuesto a llevarlo al lugar que era competente.
Pero se quedó con el brazo en la mano. Crujió.
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