"Un niño me preguntó: ¿qué es la hierba?, trayéndola a manos llenas,
¿Cómo podría contestarle? Yo tampoco lo sé."
Walt Whitman
Cuando uno piensa en series de narcotráfico, piensa en las que tienen protagonistas como Pablo Escobar, el Chapo Guzmán o la Reina del Sur, no precisamente en un maestro de Química cincuentón. Esta es la diferencia más evidente entre las populares series y Breaking Bad. Walter White se convierte en el temible Heisenberg como Alonso Quijano se convierte en Don Quijote. Ambos son la urgente parodia de relatos dominantes y de sus héroes —los caballeros andantes y los narcos, que lamentablemente los han convertido en admirados héroes de masas—, y al mismo tiempo son más que sólo parodias.
Quizá por eso es que Walt nos simpatiza desde un principio. Es un emprendedor que con valentía y humor entra al mundo del crimen por un ideal: dejarle un patrimonio a su familia.
Y es que desde hace varias décadas el neoliberalismo ha acabado con el sueño americano. El salario de un profesor de bachillerato alcanzaba para mantener bien a una familia, tener dos autos y una casa propia con alberca. El sistema de salud pública es hoy prácticamente inexistente y cualquier tratamiento es incosteable. Con cáncer diagnosticado que lo sentencia a muerte en un año, Walt toma una desesperada decisión para no dejar a su familia en la miseria.
Es la familia, y su papel de "hombre proveedor" —el discurso patriarcal—, que justifica moralmente producir metanfetamina y las decisiones que se derivan de esto, como matar a quienes lo obstaculicen.
El nombre de la serie alude a echarse a perder, a la corrupción moral del individuo y su entorno, que puede llegar a niveles internacionales, como de hecho funciona el narcotráfico. Y en efecto, el ciudadano obediente que era Walt en un principio termina por convertirse en una mente maestra criminal, y por supuesto, arrastra a su familia, a quienes supuestamente quería proteger.
Su esposa, Skyler, es probablemente quien más sufre los estragos de sus decisiones, por ser su esposa y más aún, madre de dos hijos altamente dependientes —una es una bebé y el otro es un adolescente que siempre usa muletas—, y aunque tome venganza en algunas ocasiones, la angustia y la frustración la carcomen continuamente.
Sin embargo, el eje de la narración es también que Walt ha encontrado una satisfacción —paradójica, pues a la vez nunca está conforme— en su actividad ilícita. Tal vez más que satisfacción una pasión, una motivación y un deleite que no tenía anteriormente, cuando era empleado de un autolavado y era constantemente humillado por su patrón, sus alumnos y su cuñado —personaje que seguirá rivalizando con Walt incluso en cuanto a la simpatía que llega a inspirar—, y daba clases sin tener vocación a jóvenes apáticos.
Al "cocinar" una metanfetamina de primera como la que no había conocido el mercado, Walt explota todo su potencial como alquimista, como amante de la Química que no había podido desarrollar en su vida laboral ni en la exitosa empresa, Gray Matter Technologies, que ayudó a fundar —y que lo dejó fuera.
Lo trágico de la serie creada por Vince Gilligan es que un hombre de esa capacidad intelectual se convirtiera en un criminal, que no ser agachado lo llevara a la adicción al poder, que hacer lo que le gusta significara sacrificar a sus seres queridos, que viviera renunciando a sí mismo por los demás, su familia, o al contrario, en un individualismo intransigente y destructor. El reto para nosotros es justamente superar esos extremos enajenantes.
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