F. Nietzsche
la música ha de ser juzgada según unos principios estéticos completamente distintos que todas las artes figurativas, y, desde luego, no según la categoría de la belleza: aunque una estética errada, de la mano de un arte extraviado y degenerado, se haya habituado a exigir de la música, partiendo de aquel concepto de belleza vigente en el mundo figurativo, un efecto similar al exigido a las obras del arte figurativo, a saber, la «excitación del agrado por las formas bellas».
viernes, 3 de octubre de 2014
El nacimiento de la tragedia, 17
F. Nietzsche
También el arte dionisíaco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: sólo que ese placer no debemos buscarlo en las apariencias, sino detrás de ellas. Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual — y, sin embargo, no debemos quedar helados de espanto: un consuelo metafísico nos arranca momentáneamente del engranaje de las figuras mudables. Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lucha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parécennos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del miedo y de la compasión, somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo único viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.
También el arte dionisíaco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: sólo que ese placer no debemos buscarlo en las apariencias, sino detrás de ellas. Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual — y, sin embargo, no debemos quedar helados de espanto: un consuelo metafísico nos arranca momentáneamente del engranaje de las figuras mudables. Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lucha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parécennos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del miedo y de la compasión, somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo único viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.
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